En el internet nos encontramos de manera frecuente con publicaciones sobre lo que los anglófonos llaman cruelmente los has-been: los que ya fueron. ¿Qué pasó con el niño de El sexto sentido? Mira a la niña de Matilda hecha una adulta. Lejos de los reflectores, las celebridades no existen. O, parafraseando a George Berkeley, ser es ser percibido por una excitada multitud. No por nada se cantaba en los buenos días de la vedette Olga Breeskin: “Todos queremos ver a Olga”. Impresionados por las dimensiones de su cuerpo y de su carisma, todos querían ver a Olga tanto como a otras vedettes de los años 70 y 80. Para la cultura del cabaret en la Ciudad de México, estas mujeres fueron artistas del desnudo, manifestaciones inasibles de la feminidad: Afrodita democratizada en versiones para todos los gustos. En el cine, los hombres de la clase trabajadora tenían una oportunidad de tocarlas, de enamorarlas, de poseerlas. Alfonso Zayas vivía los deseos de todos ellos en películas como Los verduleros (1986), donde Rossy Mendoza se le entrega en unos arbustos. Al descubrirla, su marido se la lleva a casa como a una mascota sin modales. “¡Ven, cabrona, te voy a madrear!”. Convertidas en bellas posesiones, al perder la juventud estas mujeres dejaron de existir para el público.

Hoy, salvo que protagonicen un escándalo, nadie parece muy interesado en ver a Olga o a Wanda Seux. Tampoco a Princesa Yamal, Lyn May o Rossy Mendoza. Ya sin fama, las diosas domadas son al fin mujeres. Bellas de noche (2016), un documental de María José Cuevas, nos muestra esa transformación en su propia estructura, que me atrevo a describir como un striptease. La película comienza como una aparente celebración de la vida en el cabaret. En la primera escena vemos un viejo metraje de Lyn May desnudándose y después la gente explica en un sondeo que las vedettes son, ante todo, artistas. Pareciera que Cuevas busca glorificar la profesión pero conforme el documental continúa y cada una de las protagonistas narra su caída, es evidente que la intención es más bien rescatar al humano dentro de la celebridad arrumbada. La película, como sus personajes, se desnuda, pero no revela los lujos del tacto sino más bien la complejidad del sentimiento. Cuevas admira a estas mujeres por su capacidad de continuar a pesar de la derrota, más que por su talento para calentar las habitaciones. Para ella son sobrevivientes.

Este cambio en el tono de la película podría parecer una contradicción pero las canciones de cabaret que escuchamos al principio se disuelven en ecos, un símbolo del pasado que ha eludido a las protagonistas. Cuevas sabe hacia dónde se dirige: su historia es una de auge, caída y la esperanza de un renacimiento. Después de presentar a las vedettes, Cuevas nos muestra a Wanda Seux disfrazada de corista. Su carne ya no es la de una joven. Su cara está arañada por arrugas provocadas, dice la vedette más adelante, por tanto sonreír. Sin embargo la Seux se para con confianza y explica semidesnuda cómo es su oficio, cómo se siente ser admirada. Su pose es un desafío a la traición del tiempo. Más adelante, Rossy Mendoza dice que hay que procurar la belleza. Después se seduce a sí misma en un espejo y luego a la cámara, que la capta empapada de rosas en una cama. Para muchos este histrionismo puede resultar ridículo, cómico. Quizá lo sea pero no sin pertenecer a la tradición del quijote, que quiere vencer a los molinos de viento con su lanza. Lo ingenuo no quita lo valiente. Cuidadosa, Cuevas evita abusar de este tipo de imágenes para mantenerse fiel a su intención.

La delicadeza con que Bellas de noche aborda lo que en los medios se convierte en sensacionalismo es uno de los triunfos de la película. Si las revistas de chismes aprovechan el cáncer de Wanda Seux como un momento oportuno para vender todo el tiraje, Cuevas encuentra en esa desgracia un soliloquio conmovedor en el que, al escucharse a sí misma, Wanda Seux se da consuelo. “¡Estas son las últimas lágrimas que vierto en esta vida!”. De alguna manera, la película es un antídoto contra la cosificación a la que se vieron sujetas estas mujeres durante la cúspide de su fama y aun ahora. Las personalidades que las llevaron a actuar en películas como Burlesque (1980) o la que lleva el sutil título Se me sale cuando me río (1983) no han cambiado, por supuesto. Olga Breeskin, por ejemplo, pide a Dios ayuda para que no se le antoje una copita, mientras que Lyn May asegura hacer el amor tres veces al día y, a veces, hacerlo en un árbol, aunque su esposo apenas si puede caminar. Sin embargo no es difícil saber cuándo está hablando Cuevas con los personajes y cuándo con las mujeres. Wanda Seux se llama a sí misma Juana Amanda —su nombre real— durante su monólogo. Princesa Yamal parece recuperada del tiempo que pasó en prisión por un robo en el Museo Nacional de Antropología gracias al amor de su hija, que quiere congelarla como a Walt Disney para hacerla inmortal.

Todo esto no quiere decir que Bellas de noche sea perfecta. Aunque elude el sentimentalismo con destreza, formalmente la película demuestra sus costuras. La calidad de imagen cambia en ocasiones de una toma a otra y la presencia de María José Cuevas ni se esconde del todo ni es abiertamente manifiesta como la de Werner Herzog en sus documentales. Esto me da la impresión de descuido pero a la vez me parece que añade algo al significado de la película: a pesar de los problemas que pueda haber tenido la producción, es una labor amorosa hacia sus personajes y hacia lo humano. También debo notar que a pesar de ese amor, la película jamás cae en la trampa de ver a sus sujetos como ideales de lo sagrado. Son, ante todo, personas que se introdujeron a un medio de excesos y pagaron por ello; son mujeres que con su belleza representaron un ideal del deseo pero con sus biografías muestran la universalidad del naufragio. Son una especie de heroínas que dicen, como el Ulises de Tennyson: “Aunque mucho se ha gastado, mucho queda aún”.

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