Entre las varias escenas que capturan el tema de El engaño del siglo (The Program, 2015), me parece destacable un intercambio en el que a Lance Armstrong (Ben Foster) le preguntan si hay algo importante en su vida, además de ganar. El siete veces ganador del Tour de France contesta: “Mi mamá”. “¿Más que ganar?”, le preguntan. Armstrong se queda en silencio. El director Stephen Frears suma en ese breve interrogatorio sus dos actitudes con respecto a su protagonista: la admiración hacia un triunfador que vive por y para la victoria, y el desprecio hacia un ser limitado por sus ambiciones de heroísmo, inventor de su propio mito a costa de la ética. A diferencia del humano retrato de Isabel II (Helen Mirren) en La reina (The Queen, 2006), donde la ajena figura de “su Majestad” se convierte en una persona, en El engaño del siglo Frears nos muestra a Armstrong primero como lo que el ciclista quería que viéramos, y después como lo que han visto los rencorosos desde que confesó haberse dopado.

En la primera imagen de la película se manifiesta el Armstrong de la imaginación pedaleando en una carretera incrustada en las colinas. El gran atleta que nunca existió está envuelto en nubes mientras escuchamos el aire que sale de su cuerpo y el corazón que late con fuerza. Su voz nos explica que el ciclismo es el deporte más duro, que nada tiene que ver con las capacidades del cuerpo sino con el corazón, es decir, con el espíritu. Durante el tiempo que la película muestra el ascenso de Armstrong en los años 90, Frears lo mira como los millones a los que inspiró al triunfar después de sobrevivir al cáncer. Pero cuando Armstrong se convierte en un gangster que diseña su círculo de abastecimiento de drogas notamos un cambio en la banda sonora —donde, por cierto, recae todo el tono de la película—: las composiciones que antes celebraron al héroe ahora suenan siniestras ante la figura que se acerca a sus detractores durante las carreras y los intimida con una palmada en el hombro. No pareciera que el tono se transforma sino que se deforma. Todos sabemos cómo acabó la carrera de Armstrong, ¿para qué simular, entonces, que es admirable antes de cambiar de idea? La película resulta contradictoria entre lo que parece una historia de triunfo personal interrumpida por una película de gangsters.

De hecho, buena parte de El engaño del siglo tiene más en común con El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), de Martin Scorsese, que con Un sueño posible (The Blind Side, 2009). El tratamiento que se le da a Armstrong, al igual que a Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio) es el de un criminal carismático vencido por un hombre más opaco que no recibe ni el dinero ni la fama de su rival, mucho menos su impunidad. Al final de la película el periodista que expuso a Armstrong, David Walsh (Chris O’Dowd), recibe como premio el asentimiento de su editor. Patrick Denham (Kyle Chandler) recibe menos por atrapar a Belfort. Sin embargo, Frears no es tan enérgico o tan creativo con el lenguaje cinematográfico como Scorsese y realiza una cinta convencional que intenta abarcar demasiado, ocasionalmente con éxito, y habría resultado mucho más compleja y más rica de haber sido más concisa.

Un acierto de la narración es discutir el deporte actual como una comodidad. La investigación de Walsh podría parecer insignificante, dado que a muchos no nos interesa el ciclismo pero la descripción de los métodos criminales de Armstrong y de la red de corrupción con millones de dólares involucrados en sus inmerecidas victorias demuestran la gravedad del problema y lo convierten en un síntoma de nuestra cultura enferma de necesidad y deseo. En nuestro tiempo, como también lo capturó Danny Boyle en Steve Jobs (2015), los brutales y los corruptos, gracias a su carisma, tienen el poder de inventar la sociedad alrededor de sí y su imagen de liderazgo ante ella. Si en el siglo XX la acción política le permitió lo mismo a Hitler, Stalin y Mao, en el XXI la televisión y los noticiarios bastan para entronizar a hombres como Armstrong y Jobs pero también para combatirlos. Es una contradicción que Frears captura quizás accidentalmente al incluir imágenes de archivo que primero promueven al protagonista y después lo condenan. Pero Frears no se centra en ningún tema.

A pesar de la desmesurada ambición narrativa de la película, hay un gran espectáculo esperando a los espectadores en El engaño del siglo: Ben Foster. Después del estreno de Warcraft (2016), un videojuego disfrazado de película donde Foster no tiene una sola oportunidad para mostrar su talento, es todavía mayor el impacto que deja su actuación en El engaño del siglo. El Lance Armstrong de Foster es un hombre trágico que vemos en la enfermedad física y emocional, siempre con un porte intenso pero no exagerado. Me sería imposible compararlo con el Armstrong real pero Foster inventa uno cuya presencia domina su entorno y cuya voz relajada resulta en ocasiones más impactante, por su cinismo, que los gritos habituales en otros retratos de figuras obsesionadas con el éxito. También explota, por supuesto, pero las muchas facetas que Frears decide revelarnos, le permiten a Foster explorar al personaje en todo, desde su andar agresivo hasta su resentimiento hacia un mundo que aprendió a despreciarlo.

Desafortunadamente Frears no le da tiempo suficiente a Foster para hacer las transiciones: en menos de 20 minutos Armstrong pasa de novato a campeón enfermo de cáncer, y en menos de diez lo vemos cambiar de un gangster agresivo a ídolo arrepentido. Sería extremo considerar El engaño del siglo como un desastre pero sí es una repetición de los errores típicos en la cinta biográfica. Quizás un corte más largo —o más breve— resolvería muchos de sus problemas pero la edición disponible nos impide ver más allá de las máscaras —el héroe, el villano— y penetrar en los hondos y misteriosos abismos del carácter humano.

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