Me sigue sorprendiendo el temor que nos provocan las creencias ya vencidas por el método científico. Es imposible que un humano vuele sin ayuda de un aparato y —hasta donde sabemos— las posesiones demoniacas no son sino ataques epilépticos. Las visitas de diablos y extraterrestres son, como lo sugiere el documental The Nightmare (2015), de Rodney Ascher, alucinaciones relacionadas a la parálisis de sueño, así que nadie vive en nuestras habitaciones más que nosotros y nuestros miedos. Aun sabiendo esto seguimos creando narrativas que comprueben que no estamos solos, que somos especiales y que algo nos espera después de atravesar la muerte. El novelista Don DeLillo explica a través de uno de sus personajes en Ruido de fondo que “hay una tendencia en las tramas a dirigirse hacia la muerte”. Atemorizados de la inconsciencia y la nada, inventamos que el diablo existe porque si el diablo y el infierno son reales, lógicamente Dios y el paraíso también lo son. O quizá simplemente sí existan pero, como lo mencioné antes, la ciencia más bien nos ha orientado a negarlos a ellos y a sus sirvientes, que quizá fueron tan mágicos en el pasado como los herejes de la modernidad. Las brujas en el puritano siglo XVI tienen más en común con los homófobos en las capitales más civilizadas que con los sirvientes del Maligno en nuestros cuentos y canciones: son un desafío al statu quo.

La bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers, se aprovecha de nuestros incivilizados miedos y nos hace experimentar la fe en el mal. De alguna manera se trata de un viaje en el tiempo y la consciencia hacia una mentalidad más primitiva, contrario a las desventuras —les llamaría aventuras pero sus pobres cualidades me lo impiden— del cine de horror comercial en los últimos años. Películas como Oculus (2013) o Silencio del más allá (The Quiet Ones, 2014) son modernas porque se basan en el escepticismo, pero La bruja resulta moderna porque aunque asume la realidad de lo sobrenatural nos expresa la duda en su subtítulo original (Un cuento de Nueva Inglaterra) y al inicio de los créditos finales, cuando se explica a  sí misma como una suma de leyendas y relatos fantásticos. Otro aspecto que la hace una cinta contemporánea es el tono enigmático de su trama. A diferencia de El exorcista (The Exorcist, 1973), que nos explica la vida y obra del demonio que posee a Regan (Linda Blair), La bruja no intenta comprender lo que sucede, sólo presentárnoslo en toda su incomprensible naturaleza. En ese sentido, la película de Eggers opera de forma similar a El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick.

En el libro Kubrick, de Michel Ciment, el maestro mismo explica al respecto de El resplandor: “Obviamente la ciencia ficción y lo sobrenatural te llevan rápidamente a los límites del conocimiento y la explicación racional. Pero desde un punto de vista dramático debes preguntarte: ‘Si todo esto fuera incuestionablemente verdad, ¿cómo sucedería realmente?’. No puedes ir mucho más lejos de eso”. Así, cualquier explicación de El resplandor termina en la frustración. En la película, los factores psicológicos que podrían sugerir la locura se enfrentan a la realidad innegable de lo fantasmagórico. Kubrick nos deja no con un filme intelectual con temas definidos, sino con un humilde ejercicio que constantemente responde a nuestras preguntas con un contundente: “No sé”. Por eso nos atemoriza: acentúa el misterio y nos abandona en el miedo a lo inédito. En La bruja, los personajes son incapaces de comprender —y en consecuencia nosotros también— la persecución a la que los somete Satán. En una escena, el hijo de un hombre forzado a abandonar su comunidad porque su ejercicio de la fe contrasta con el de los demás, es incapaz de explicarle al niño si irá al infierno en caso de morir en pecado: “Sólo Dios, no el hombre, sabe quién es hijo de Abraham y quién no, quién es bueno y quién es malvado”. No puede saber si el niño o su hermano, un bebé desaparecido, irán al cielo.

Nunca estamos seguros de qué atrae a la bruja y al diablo a esta familia: ¿Es su expulsión de la comunidad puritana? ¿Es su invasión de un terreno quizá maldito? ¿Es la lujuria con que un niño mira el pecho de su hermana mayor? La ignorancia nos liga con los personajes y nos sitúa en su predicamento. Desafortunadamente, esta brillante decisión no le basta a Eggers para inducir tensión en el espectador y decide introducir una banda sonora inventada en las peores noches de György Ligeti o Krzysztof Penderecki. Kubrick también lo hizo en El resplandor y en 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey) pero el volumen de la música y la frecuencia con que la usaba resultaban menos apremiantes, es decir, el espectador no se sentía forzosamente tenso o atemorizado. Por el contrario, la música de Mark Korven para La bruja es estruendosa y deliberadamente estremecedora y busca provocar los sobresaltos de la audiencia más que las bellas imágenes del fotógrafo Jarin Blaschke.

No puedo decir que los elementos visuales compensen a los auditivos, que además incluyen inquietantes gritos de niños pequeños y voces espectrales, pero sin duda los superan. La bruja sigue la tendencia de Buenas noches, mamá (Ich seh ich seh, 2014), de Severin Fiala y Veronika Franz, y opta por una fotografía principalmente estática, complementada en ocasiones por movimientos delicados que provocan y simulan el temor de los espectadores conforme son absorbidos por la película hacia una imagen terrible. La iluminación natural le da mayor realismo a las imágenes y resalta los contrastes de la trama, que muestra al hombre fiel a Dios resistiendo un asalto desde el infierno. Pero las composiciones no serían tan impactantes y originales si no incluyeran el mismo tipo de imagen que los antiguos grabados que documentaban —o imaginaban— a los sirvientes del Diablo. La bruja del título, por ejemplo, es una anciana desnuda que vemos brevemente en claroscuros al igual que en la imaginería de antaño. En otras escenas la naturaleza se aparece como la iglesia de Satán, abundante en parroquianos como un conejo de mirada diabólica, un violento chivo, un cuervo mamando de un pecho humano o un huevo roto y ensangrentado por un pájaro a medio nacer. La película es fiel al miedo que tenían los primeros colonizadores de Norteamérica a la naturaleza y la desnudez.

Otro elemento notable en la reconstrucción temporal de Eggers que quizá se pierda en el subtitulado es el lenguaje de los protagonistas, que rescata el inglés de John Donne y reafirma la antigüedad de lo que vemos en pantalla. Se trata, debo insistir, de un viaje en el tiempo consciente de sus intenciones y sus anacronismos que no necesita convencernos de la realidad de la fantasía: le basta con hacernos sentirla. Quizá se trate de una de las películas más originales —aunque no necesariamente innovadoras, como lo esclarece la comparación con Kubrick— en el panorama del cine de horror comercial. Decir esto quizá me gane ataques de los amantes del llamado cine de género pero creo que cometerían un error, no en atacarme —tienen derecho—, sino en suponer que La bruja es una película más relacionada con, digamos, Mario Bava y su La máscara del demonio (La maschera del demonio,  1960), que con la literatura fantástica anglo-europea. La bruja, en todo caso, resulta más afectada —y justificada, aunque parezca contradictorio— por La brujería a través de los tiempos (Häxan, 1922), de Benjamin Christensen, un brillante documental escéptico sobre la adoración a Satán. Citando a Adolfo Bioy Casares, me parece que el filme de Eggers posee una sensibilidad “vieja como el miedo” capaz de hacernos olvidar el ateísmo y la ciencia.

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