Parecería que no hay mucho que decir sobre Hardcore: Misión extrema (Hardcore Henry, 2015) más allá de lo obvio: es una película bruta que aspira a ser un videojuego y que para ello utiliza tomas de perspectiva, es decir, durante todo el metraje vemos lo mismo que los ojos del protagonista. Sin embargo, Hardcore: Misión extrema me recuerda, para empezar, el escándalo gamergate, que confirmó la misoginia en la industria del videojuego, evidente para quien se haya sentado frente a una consola durante más de una hora. Ya sean las muchas —no todas— tramas cargadas de testosterona o la representación de la mujer como objeto del deseo, el videojuego suele ser el espacio imaginario donde se cumplen los sueños del macho inacabado. Hardcore: Misión extrema cumple con los mismos parámetros pero resulta mañosamente machista. Al principio de la película, un recuerdo en la mente de Henry, el protagonista, nos muestra a su padre (Tim Roth) acusándolo de ser un “pequeño marica”. Más adelante, durante una persecución, un villano le grita a Henry: “¡Eres mitad máquina, mitad marica!”. Las golpizas, mutilaciones, balaceras, explosiones, saltos y asaltos, son los peldaños de un viaje heroico que nos lleva de lo marica a lo macho. Pero hacia la conclusión el director Ilya Naishuller extiende el soliloquio de Roth y se protege así de las acusaciones de homofobia, al tiempo que contradice el discurso de la hora y media anterior para apaciguar las extremas sensibilidades de nuestro tiempo.

Este arrepentimiento purifica cierta parte del contenido pero no anula del todo la sensibilidad del macho lastimado. Como si se tratara de una canción de blues o una película de John Woo, en Hardcore: Misión extrema, la mujer es un súcubo, una diabla —y en una escena en un prostíbulo, una cosa— que desata la violencia del hombre, pero es el hombre mismo donde se encuentran la compasión y el entendimiento. Bros before hoes: Los cuates siempre serán más nobles que las viejas. Por supuesto, no puedo revelar cómo la cinta alcanza sus complejas conclusiones pero me parece que son claras en su desarrollo dramático. Me pregunto si el abrumador simplismo de la película en su idea del hombre disfraza una parodia de la industria del videojuego. Si esa es la intención, Naishuller carece del oficio como para demostrarlo, pero estoy convencido de que su intención era crear una fantasía que imitara, no que se burlara, de los videojuegos más descerebrados, y que representara los deseos que ascienden desde el escroto hasta el cerebro. Hardcore: Misión extrema es, ante todo, una eyaculación.

Esta no es la primera vez que una cámara sitúa a la audiencia en la perspectiva de un personaje para explorar sus fantasías sexuales. Recuerdo, por ejemplo, una serie de los años 50 protagonizada por el italiano Renzo Cesana, llamada The Continental. En ella, Cesana seducía a la cámara, que simulaba el punto de vista de una mujer invitada a su departamento. La actitud suave del actor y su acento italiano lo convirtieron en la imagen del conquistador internacional y en un éxito televisivo. “Recuerdo que mi madre lo veía”, confesó en una entrevista Martin Scorsese. Más tarde Christopher Walken realizaría una serie de parodias para Saturday Night Live, también llamada The Continental, donde sus técnicas de conquista lo revelaban como un solitario perverso y desesperado por recibir la atención de su invitada. La diferencia entre la original The Continental y Hardcore: Misión extrema, más allá del tono de la fantasía por razones hormonales o de construcción social —qué sabe un crítico—, es el papel del espectador, que en The Continental era completamente pasivo: el espectador recibía a Cesana, mientras que en la película que hoy nos ocupa, en teoría, el espectador es el que corre, acuchilla y dispara. Ese es el gran error de Naishuller.

¿Cómo podríamos estar activos en la película si no controlamos la acción como en un videojuego? Naishuller y su productor, Timur Bekmambetov, famoso por brutas cintas de acción como Abraham Lincoln: Cazador de vampiros (Abraham Lincoln: Vampire Hunter, 2012), buscan replicar la experiencia del juego de disparos en primera persona pero verlo no puede compararse con jugarlo. El cine es la experiencia de la otredad: en los otros nos identificamos y experimentamos la emoción; el videojuego es la experiencia de la fantasía y el ego: en él nosotros decidimos, destruimos, matamos o perdonamos. La acción y reacción psicológica es distinta y aun el videojuego suspende el control cuando imita al cine, como en las largas secuencias de diálogo de Metal Gear o Grand Theft Auto. ¿Por qué habría de ser tan arrogante el cine como para robarle sus funciones al videojuego? Quizá por amor al experimento, pero en este caso no resulta exitoso.

Aunque la fotografía de Chris W. Johnson, Pasha Kapinos, Vsevolod Kaptur y Fedor Lyass

no es nada menos que audaz, tampoco es cinematográfica. En escenas de mucho movimiento me recordó una serie de videos que publicó el New York Times sobre las cámaras que portan los uniformes de policía. En uno de ellos, filmado desde la perspectiva del uniforme, un policía y un supuesto agresor parecen estarse atacando, pero cuando los vemos desde un ángulo externo descubrimos que están bailando. En las escenas de Hardcore: Misión extrema donde los personajes se persiguen utilizando técnicas de parkour podemos comprender qué hacen pero desconocemos el espectáculo de cómo lo hacen. Hacer y ver el parkour no ofrecen lo mismo: lo primero se siente en el cuerpo; lo segundo, solamente en las emociones. Lo que podemos concluir gracias a Hardcore: Misión extrema, independientemente de sus cualidades como película, es que el videojuego y el cine son medios hondamente distintos que pueden aprender y absorber del otro pero cometen un serio error al intentar reemplazarse.


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