La primera vez que vi Las elegidas (2015), del director mexicano David Pablos, acababa de ver Carneros (Hrútar, 2015), del islandés Grímur Hákonarson. Molesto por haber visto una película inofensiva —incluso las pésimas son más interesantes por su exceso o ausencia de ambición—, Las elegidas no me impresionó y fui incapaz de absorber su riqueza simbólica. No cambié de opinión porque ya haya cobrado el cheque de la distribuidora sino porque pude ver de nuevo el filme de Pablos. Lo que en la primera ocasión me pareció un aprovechamiento oportunista de un tema de inmensa trascendencia social, en la segunda oportunidad se convirtió en el tratamiento delicado, pero jamás tímido, de una pesadilla universal que rebasa la trama sobre la trata de personas: el derrumbe de nuestras ilusiones.

En la superficie de Las elegidas se encuentra la historia de una joven que es forzada por la familia de su novio a prostituirse; de la muchacha que el joven enamora para que reemplace a su novia; de la amiga de la primera joven, que se encuentra atada al negocio porque los patrones tienen a su bebé como rehén, y de los planes de escape de la chica original. La ambición por abarcar todas las posibilidades y repercusiones de la historia principal disuelve la profundidad con que Pablos puede tratar los temas pero, también hay que decirlo, no la elimina ni provoca exageraciones. Hace una semana mencioné cómo Diego Quemada-Díez cometió, en La jaula de oro (2013), ; Pablos elude esa decisión y nos entrega una película creíble pero que en vez de mantener un tono realista prefiere expresarse de manera visionaria.

La imaginería poética de Las elegidas me llevó a pensar, la primera vez que la vi, que la película era un intento fracasado por mezclar la novela del mismo nombre de Jorge Volpi con un estilo visual opuesto a las terribles realidades que exploraba la película. A mi juicio de aquel día, un tema como la esclavitud sexual requería de imágenes y un tono más acres, más explícitos. Recordé, por ejemplo, las duras escenas y los oscuros colores de La tribu (Plemya, 2014), de Miroslav Slaboshpitsky. En aquella película, un joven en un internado para sordomudos prostituye a un par de compañeras y una de ellas, embarazada por él, decide hacerse un aborto ilícito. Es una de las escenas más terribles que haya visto. Slaboshpitsky observa el procedimiento desde una breve distancia sin ser del todo explícito, es decir, no nos sumerge en la imagen como lo haría el violento Quentin Tarantino, que disfruta de la violencia y del malestar que ésta nos provoca, pero Slaboshpitsky tampoco nos esconde la timidez de pedir un aborto ni la humillación y el dolor de padecerlo. Pablos opera de forma muy distinta.

En la primera escena de sexo en Las elegidas vemos a una joven prostituta meneándose desnuda encima de un cliente. Pablos la filma de espaldas y delimita la imagen con un par de barras negras para esclarecer que se trata del punto de vista de alguien que mira por la hendija de la puerta. Pablos después nos muestra que es Sofía (Nancy Talamantes), la protagonista, quien está mirando la escena. En un principio me pareció que la imagen era de una naturaleza erótica e incluso excitante: voyerista, y por tanto contradictoria con las intenciones del filme. Pero al verla por segunda vez me fijé en la expresión de Sofía. Despojada de su identidad —sus captores la llaman Andrea—, el paso siguiente y último en su proceso de deshumanización será complacer a un cliente mientras ella actúe como un objeto. La idea de una mujer con un nombre falso que experimenta un placer falso le causa horror a Sofía por todas sus implicaciones: la vergüenza de intimar con un extraño cuando apenas acaba de perder la virginidad; la desilusión de lo que demostró ser en realidad su relación con Ulises (Óscar Torres), y el terror de sentirse amenazada en caso de no hacerlo bien. Talamantes expresa todo ello en una mueca y define los temas de la película.

Antes escribí que en la superficie Las elegidas se centra en la trata de personas. Lo creo porque su centro real es el desengaño. Lo que rescata la humanidad de los personajes son los instantes en que los vemos ilusionados por el futuro, siempre inasible e incierto, pero más en la circunstancia en que se encuentran. En su mundo sórdido, sus esperanzas son siempre romances dolorosos que culminan en el desastre. Para ilustrar esto, Pablos hace uso del color, que resalta la artificialidad de ciertas escenas y refleja la consciencia de los personajes. El poeta Wallace Stevens escribió “I was the world in which I walked” (“Yo era el mundo en el que andaba”) para explicar cómo él habitaba su poesía tanto como ella a él. En Las elegidas, Pablos nos muestra habitaciones o casas enteras con colores inusuales o simplemente increíbles. En la primera imagen Sofía y Ulises se miran y se besan lentamente. Ambos traen puesto el uniforme escolar: el de ella es rojo; el de él, azul. La pared en el fondo es de un verde intenso, brevemente interrumpido por manchas blancas. Esta, claramente, no es la realidad: es el mundo en el que anda Sofía; es el romance que ella inventa, del que Ulises se aprovecha y el que la arruina. Antes Jean-Luc Godard vistió a Jean-Paul Belmondo y Anna Karina con los mismos colores en Pierrot le fou (1965), otra cinta visionaria sobre un romántico traicionado. Pablos no está haciendo solamente una denuncia: está explorando las distorsiones de la perspectiva.

Esto no quiere decir que Pablos culpe a las jóvenes por dejarse engañar; más bien representa la melancolía de vivir en un mundo donde el artificio y el engaño se aprovechan de la inocencia una y otra vez. Hay un par de escenas en que las dos jóvenes enamoradas por Ulises conocen a su familia. En ambas el padre cumple 54 años y el hermano de Ulises les pregunta a las jovencitas por qué se fijaron en el muchacho. Son exactamente iguales. Pablos está reforzando la idea del engaño y de la recurrencia en un entorno de impunidad y sadismo. De alguna manera, Pablos revierte aquella idea de Marx de que la historia se manifiesta primero como tragedia y luego se repite como farsa. En Las elegidas primero se da la farsa —en el sentido de engaño— y después se repite como tragedia. Esto tampoco me fue obvio en mi primera experiencia con la película.

¿Por qué revelar mi falibilidad cuando pude haberme salido con la mía? Porque es verdad, para empezar, pero también para hacer una recomendación a los espectadores. Así como el crítico literario Harold Bloom insiste en los placeres de la relectura, la crítica cinematográfica debe insistir en la necesidad de ver las películas varias veces. Hay muchas que se entregan a nosotros en la primera ocasión, como los amantes temerarios, pero hay otras que nos exigen regresar a ellas. No estoy seguro de que Las elegidas lo requiera —después de todo estaba molesto cuando la vi— pero al final me evitó un terrible error.

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