Cuando pienso en el término “cine cristiano” —un término, debo decir, más popular que académico— se aparece en mi cabeza la escena final de El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2015), del ateo Bruno Dumont. No toda, por supuesto, pero puedo ver una breve imagen de un campo, del cielo, de una presencia invisible que, ya sea fabricada, sugerida o quizá descubierta por el director francés, me parece evidente. Soy agnóstico pero estoy convencido de que Dumont fue capaz de capturar la presencia divina. El ruso ortodoxo Andréi Tarkovski hizo algo todavía más impresionante en El espejo (Zherkalo, 1975). Cuando el padre del protagonista se va de casa, su esposa lo ve partir. De repente, la figura del hombre, ya lejos, se detiene, se voltea a mirar a su mujer y justo entonces el viento golpea el largo pasto ruso, que gira hacia ella. Una separación se convierte en un encuentro con lo inefable. Podría seguir recordando escenas de Martin Scorsese y Robert Bresson o incluso libros y composiciones musicales pero tardaría mucho en llegar al punto de mi texto. Mi punto, por ahora, es que Pink (2015) jamás se aparecerá en mi cabeza cuando alguien, o yo mismo, diga “cine cristiano”.

No va a suceder porque Pink suele parecer más un programa de televisión que una película. Esto no sería un defecto si se pareciera a Boardwalk Empire o a Vynil. Sin embargo, las influencias de Pink y su director, Paco del Toro, parecen más bien telenovelas como María la del barrio, con todo y su “maldita lisiada”. Las imágenes simples, diseñadas sin aprecio por la composición fotográfica; el sonido y la música, usados como acentos melodramáticos carentes de originalidad; las actuaciones tiesas que subrayan la naturaleza panfletaria del guión, sugieren una pobre cultura y apreciación cinematográficas de sus creadores. Y hay más. Cuando la película abandona la herencia de la telenovela mexicana, adopta los rituales del show de variedades como La hora pico. Cada aparición de Pepe Magaña se convierte en una rutina de chistes sin mucho ingenio o vigencia: “En Acapulco nos preguntaban por ti: ‘¿Dónde está La Quebrada?’”. En otra escena, Iván (Pablo Cheng) saluda a sus amigos llamándoles “chicas de hoy”. Ellos responden: “Tururú. Tururú”.

Buena parte de los personajes son caricaturas de homosexuales: más femeninos que las féminas. Sus vocales se arrastran para denotar su preferencia sexual, su ropa abunda en colores pasteles, zapatos suecos, sandalias, pañoletas en el cuello, camisetas sin mangas. Su dieta cultural es variada: va de exposiciones de pintura similar a la que encontramos en el Jardín del Arte entre Sullivan y Villalongín, a películas musicales —quizá las de Ernst Lubitsch y Jacques Demy; seguramente las de Bob Fosse— porque las de acción son muy masculinas. Sus conversaciones se centran en el sexo y la promiscuidad; nadie está a salvo de sus furiosos genitales, donde parece ubicarse su cerebro. La Abi (Magaña) e Iván, depredadores natos, vulgares y no muy exitosos, acosan a heterosexuales inocentes en un centro comercial. La fidelidad pareciera derivar sólo de la falta de habilidades para seducir, de lo contrario cómo no iba a ser promiscuo uno de esos gays. Según lo que nos muestra Del Toro, la cercanía a estos vampiros de la inocencia puede convertir a los transeúntes en uno de ellos sin mucha dificultad. El hijo adoptivo de Iván y su esposo Rubén (Charly López) no sólo es su víctima; pronto se convierte en victimario. Entre llorar porque tiene dos papás y enseñarle pornografía gay a su primo y juguetear eróticamente con él sólo hay unos cuarenta minutos de película. Y él no es el único. Uno de los tíos del niño parece empeñado en violarlo. Su deseo explota cuando lo visita a solas y le grita con ansia y placer precoz “¡Siéntate aquí en mis piernas, papito!”. La enfermedad del arcoíris se esparce rápido y con violencia. Usted puede ser su próximo huésped.

Por el contrario, los heterosexuales protestantes parecen siempre muy bien informados y no pierden ocasión para iniciar un discurso sobre la importancia de la familia. “Dios”, le explica uno de ellos a un necio Roberto Palazuelos, “tiene la patente del matrimonio”. Palazuelos contesta, elocuente: “Te voy a presentar a un colega gay para que te apapache”. Es lo que diría cualquiera de esos progresistas ateos. En la imaginación de Del Toro, el mundo se divide entre los virtuosos y los pecadores: los primeros ansían regar la Palabra; los segundos viven miserables, enfermos, ocultando su melancolía en celebraciones orgiásticas. Cuando la fiesta termina la sangre fluye, ya sea la propia desde una herida en la muñeca decidida a terminarlo todo, o la de otros, que ruegan por sus vidas frente a una pistola. La conversión, afortunadamente, es aun más inmediata hacia el bien que hacia el mal. En menos de cinco minutos de metraje uno de los protagonistas se despinta el cabello y se consigue una novia nacida mujer. El otro, que no se arrepintió a tiempo, contrae sida.

¿Cómo justificar una cinta como Pink? Quizá se deba a que es una producción pequeña. Según le explicó Del Toro a Ciro Gómez Leyva, la cinta debió costar alrededor de ocho millones de pesos. Eso, por supuesto, explica la aparición de una peligrosa pistola sin martillo o la de un grupo de mariachis cuyo sonido incluye un sintetizador que nunca vemos en pantalla. También excusa la falta de sincronía entre la voz de Charly López y la imagen de su boca al cantar. Pero, por otra parte, Taxi Driver (1976) se filmó con el equivalente a cinco millones de dólares actuales. Una película de Scorsese cuesta hoy alrededor de 100 millones de dólares. El genio, entonces, no depende de fondos o de afiliaciones: Pink simplemente carece de él.

Nada puede justificar a una mala película; mucho menos ideas discriminatorias. Antes he atacado cintas como Timbuktú (Timbuktu, 2014), Mustang (2015) o La chica danesa (The Danish Girl, 2015) porque su perspectiva ultraliberal intenta entronizar a minorías azotadas por ideas de derecha y eliminar la humanidad de sus opresores. Hoy ataco a Pink, como antes ataqué a Dios no está muerto (God’s Not Dead, 2014) y El cielo sí existe (Heaven Is For Real, 2014), porque hace lo mismo desde una perspectiva ultraconservadora. El artista es grandioso cuando rivaliza con Dios y su creación, como lo explicó Albert Camus, es decir, cuando crea un universo tan natural o tan fantástico que resulta indistinguible del mundo en su pluralidad de formas y de perspectivas. Pink, por supuesto, no intenta rivalizar con Dios sino imponerlo en la Tierra, pero ese dogmatismo es el que limita la imaginación en vez de liberarla. Esto me lleva a las peticiones de retirar la película de la cartelera. Difiero de ellas. Si atacamos un cine que mutila la realidad, ¿cómo podemos pedirle a la realidad que se mutile a sí misma? Yo no considero a Pink cine y, en todo caso, la ubico al fondo entre las miles de películas que he visto pero mi crítica no es un exhorto a ignorarla: es una invitación a pensarla. Injustificable como sea su calidad, Pink merece ser vista y admirada, tanto como ser despreciada y criticada.


Google News

Noticias según tus intereses