Ante el redondo y monumental número 60, uno esperaría una ocasión inolvidable. Sesenta años de vida, de matrimonio, de dedicación a una empresa —en todos los sentidos de la palabra—, son  siempre motivo de celebración; son el punto en que el futuro deja de producirse por un instante mientras miramos satisfechos lo que hicimos 60 veces antes, justo antes de hacerlo —si nos da tiempo— 60 veces más. La 60 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional, sin embargo, no representa ese triunfo sino un episodio más en lo que pareciera ser un declive de la cinematografía mundial o al menos en las selecciones de sus festivales más significativos. Me parecería equivocado atacar a la Cineteca o a sus encargados de programación por los títulos de la 60 Muestra porque, a final de cuentas, su objetivo es rescatar lo mejor del cine contemporáneo. El problema es que el cine contemporáneo no dio para mucho. 2015, , fue un mal año para el cine, y aunque la 60 Muestra merecía ser un evento soberbio, los grandes maestros nos entregaron sus migajas. La Muestra, con los fracasos de Hou Hsiao-Hsien, Arturo Ripstein, Yorgos Lanthimos —sí, La langosta (The Lobster, 2015) me parece un fracaso— y Jafar Panahi, debe servirnos para reflexionar sobre la dirección que tomará el cine en una cultura obsesionada por el espectáculo, la diversión y sobre todo lo conocido.

La cinta que hasta ahora me deja con la mayor desilusión es La calle de la amargura (2015), de Ripstein. Difusa y anacrónica, la película intenta ser un retrato de la sordidez que combine, como toda la filmografía del director mexicano, la solemnidad de Esquilo y la vulgaridad de la Morelos. Lo que en los primeros años de Ripstein fue una respuesta al Cine de Oro es hoy, a mi juicio, una necedad. Los personajes de Ripstein siguen sonando y actuando como los melodramáticos íconos del Cine de Oro mientras nos enseñan las características de un México inédito en la obra de, digamos, Ismael Rodríguez: la melancolía de los pobres, los disfraces de los machos, las inseguridades del patriarcado ante la modernidad. Más que un acto de rebeldía, el cine de Ripstein era un remedio contra la ceguera, a pesar de sus exageraciones siempre simbólicas, sin embargo La calle de la amargura ya no posee la novedad ni el desafío de El castillo de la pureza (1973) o El lugar sin límites (1978). Más bien me da la impresión de obstinarse en continuar con una estética muy original pero ya carente de sentido ante las realidades contemporáneas en la pantalla y en las calles. El cine ya no puede parecerse al teatro como las cintas de Ripstein porque ya hubo un Antonioni y un Tarkovski. El cine moderno, me parece, está más cerca del poema que de la tragedia.

Esto me lleva a La asesina (Nie yin niang, 2015), del taiwanés Hou Hsiao-Hsien. En busca de un nuevo lenguaje, Hou intenta hacer de su cinta no una narración dramática, es decir, conducida por diálogo y acciones, sino el símil de una exposición pictórica. Sus quietas y coloridas composiciones poseen una belleza calculada y conmovedora pero Hou se olvida de usarlas para contar su historia. En la película nunca está claro qué pasa, quién lo ejecuta ni por qué. El fracaso es discutible, como todas mis impresiones. Podría pensarse, por ejemplo, que Hou quiere integrar al público, obligarlo a que desentrañe la trama. Al principio esa fue mi idea pero conforme pensé más en la película me dio la impresión de que, de ser un experimento consciente, no resulta exitoso porque, después de todo, sí existe la trama. De no serlo, me parece un fracaso, aunque no uno incorregible, como Mandarinas (Mandariinid, 2013), que obtuvo su nominación al Oscar con un sentimentalismo tal que lleva a la película a dar la impresión de ser totalmente artificial.

En este filme de Estonia y Georgia, dos enemigos terminan protegiéndose después de haber matado a los hermanos en armas del otro. Si algo nos ha enseñado Svetlana Alexiévich es que la enemistad en la guerra no es algo que se abandone sin resentimiento o con facilidad. Recuerdo, por ejemplo, una narración en Los muchachos de zinc sobre una mujer afgana que, después de ser curada por cirujanos militares soviéticos, les escupe en el rostro a sus salvadores porque fueron sus camaradas quienes la hirieron en primer lugar. Ante eso la tierna historia de Mandarinas se antoja improbable; su dramaturgia simplista la demuestra como imposible. Se requiere a los complejos hermanos Dardenne para representar la realidad del perdón.

En Amor mío (Mon roi, 2015), la francesa Maïween, una directora sensible y prometedora, captura la relación de una pareja con algo del realismo psicológico de los Dardenne y de su estilo casi documental; sin embargo, su ambición por revelar todos los detalles del matrimonio protagónico la obliga a estirar la película más de lo que lo hizo Ingmar Bergman en la extensa Escenas de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973). Además, Maïwenn no cuenta con los dones para narrar de sus precursores y termina compilando escenas que no aportan profundidad a sus temas pero al menos les dan a Vincent Cassel y Emmanuelle Bercot la oportunidad de lucir sus talentos para el melodrama. A pesar de la intensidad de los pleitos ambos reflejan una naturalidad que no sugiere exageración ni manipulación, sino una cruda imagen del conflicto entre dos amantes.

Jafar Panahi intenta balancear estos mismos elementos en Taxi Teherán (Taxi, 2015) pero las pobres habilidades interpretativas de su elenco —que incluye al propio director como protagonista— resaltan la rigidez de la película. Las cámaras en el taxi de Panahi no acentúan la realidad tanto como las acciones revelan la falsedad. En su intención de capturar a la sociedad iraní y denunciar al régimen de los ayatolás, Panahi crea una película infestada de coincidencias, diálogos de infomercial político y reacciones inhumanas —es notoria en este sentido la escena en que Panahi recoge a un herido—. Hay momentos en que los personajes mismos admiten la irrealidad de lo que está sucediendo pero eso no crea una película metaficticia con referencias a sí misma; mucho menos alivia las malas actuaciones. Y entonces me pregunto: si sabemos que los viajes en taxi de Panahi son falsos, ¿por qué pensaríamos que su denuncia no lo es? En Esto no es una película (In film nist, 2011), Panahi no salió victorioso del todo pero ofreció un mejor retrato de su cautiverio y de sí mismo como un rebelde no tenaz: necio. En Taxi Teherán sólo vemos al necio delante y detrás de la cámara.

Al contrario de Panahi, el griego Yorgos Lanthimos está convencido de la artificialidad de sus historias. En su cine no hay duda alguna de que sus personajes no son seres humanos: son conceptos. Su última cinta, La langosta (The Lobster, 2015), se regodea en su grotesca invención: un hotel donde los solteros son recluidos hasta conseguir pareja en un plazo de 90, de lo contrario serán transformados en el animal de su elección. Colin Farrell actúa como nunca al darle cierta profundidad al conceptual protagonista; Rachel Weisz actúa como siempre, con una adaptabilidad que la distingue mucho de sus roles más simpáticos y le da una gracia inesperada a un personaje sin dimensiones. El problema de la cinta es la calidad y el ritmo de su pensamiento. La primera mitad es un ataque implacable a la sociedad del Tinder, con todo y el riesgo que supone la ferocidad total, la caricatura, pero me parece una caricatura brillante, muy cerca de las de Stanley Kubrick. La segunda mitad mantiene la trama pero no las ideas; de repente pareciera que La langosta ya no se trata de nada más que de llegar a los créditos, no sin antes tomarse muy en serio el título de una canción de U2 llamada “Love is Blindness” o “El amor es ceguera”.

Para cerrar pronto este primer reporte de la Muestra sólo quiero decir que De entre los muertos (Vertigo, 1958) es imperdible. A mi gusto se trata no sólo de la mayor película de Alfred Hitchcock: es una de las más grandes obras en nuestro breve canon cinematográfico. Su dramaturgia presenta una de las grandes exposiciones de la obsesión, a la que describe como la incapacidad de perdonarse, mientras que las imágenes nos muestran la perspectiva de un hombre aislado de la realidad por su deseo de encontrar la paz en un amor cruel y forzado. Es una pena que la mejor película de la Muestra no sea contemporánea pero es a la vez un alivio que un ciclo tan popular la mantenga viva en los ojos y las memorias de sus espectadores.

La próxima semana hablaré de las otras siete películas de la Muestra. Latinoamérica traerá interesantes sorpresas.

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