Estoy convencido de que Quentin Tarantino es uno de los sádicos más exitosos en la Historia. No el más importante ni el más influyente. Ese lugar le pertenece al Marqués de Sade, que no creo que sea comparable con Tarantino. En De Sade hay algo más que libertinaje: hay una rebeldía y un moralismo complejos y revolucionarios, casi nihilistas. Tarantino, un director preocupado sólo por la historia del cine, no ofrece ningún comentario lúcido sobre la sociedad o el pensamiento modernos. Su obra no es particularmente transgresiva y, al contrario de la rebelión genuina, es inmensamente popular. Hace tiempo vi al periodista Dan Rather conversando con el director sobre la relación de su cine con el racismo en Estados Unidos, pero Django sin cadenas (Django Unchained, 2012) y Los ocho más odiados (The Hateful Eight, 2015) no me parecen comentarios razonados sobre el tema. Tarantino prefirió orientar la conversación a la coincidencia en tiempo con los recientes abusos policiales pero nada más. Al contrario de Rather, pienso que estas películas sólo aprovechan sus contextos históricos para representar nuestras más violentas fantasías y las de sus respectivas épocas. En Django, un esclavo negro destruye a un malévolo terrateniente blanco junto con su hacienda y su horda de soldados; en Bastardos sin gloria (Inglorious Basterds, 2009) un par de soldados judíos despedazan a Adolf Hitler con sus ametralladoras. En ambas escenas la cámara observa la muerte de los villanos como el desenlace atraído por una vida despreciable. Recuerdo sobre todo la mirada rabiosa de Eli Roth mientras dispara sobre la masa de carne que fue el führer. Esto no es una masacre, es un orgasmo furioso: el insustituible placer de castigar. La venganza, en el cine de Tarantino, es el centro de la existencia y ni siquiera la Historia puede contenerla. Si lo intenta cambia y resulta en un mundo alternativo donde Hitler fue asesinado en un cine.

Pero no podemos quejarnos. Tarantino jamás se ha propuesto crear un cine realista sino todo lo contrario. De Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992) a Los ocho más odiados, el mundo que representa no se parece demasiado al nuestro. Su realidad es enteramente dramática y particularmente tensa. Es consciente de los espectadores que la miran desenvolverse y extiende sus tiempos para generar expectación. En las cintas de Tarantino nunca sucede algo irrelevante a la trama, ni siquiera la famosa conversación sobre la Royale con queso, que resulta cool, no natural, por no mencionar el soliloquio bíblico de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson) —“¡Y sabrán que soy el señor cuando caiga mi venganza sobre ustedes!”—. Pulp Fiction (1994), aún la mejor película de Tarantino, afirma su carácter fantástico desde su título, que sugiere una colección de historias improbables. En la conclusión de su viñeta más grotesca, The Gold Watch, suena el tema de La dimensión desconocida (The Twilight Zone) para comentar la inusual cantidad de coincidencias e infortunios que han sucedido. Ahora, el que Pulp Fiction me parezca su mejor trabajo no quiere decir que las demás cintas de Tarantino sean más realistas o menos posmodernas pero todas derivan de este triunfo y aunque últimamente han intentado jugar con la Historia para impactarnos con sus sorprendentes desenlaces sus ambiciones las consumen.

Los ocho más odiados es el mejor ejemplo de esto. Las escenas de Tarantino, sobre todo las violentas, son progresiones pausadas hacia un intenso clímax. Esta estructura aparece desde Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992), donde vemos a Vic Vega (Michael Madsen) amenazando a un policía con mutilarlo y baila alegre antes de cortarle una oreja. El peligro o, peor aún, la promesa de la tortura, delimitan a los personajes como torturadores y torturados, diseñados con el fin único de ponernos en suspenso hasta que su relación se consuma. Los ocho más odiados nos plantea el choque entre sus personajes desde su primera escena. Es obvio que las violentas personalidades reunidas en una cabaña remota son inconciliables y en algún momento van a desenfundar. Es una alusión a o una recurrencia de Perros de reserva y su escena final, que es a su vez prestada del duelo en Ciudad en llamas (Lung foo fong wan, 1987), de Ringo Lam. Pero el problema no es que Tarantino recicle su cine o el de otros. Esa, a final de cuentas, es su innovación. El problema es que fracase en su intento por trascenderse a sí mismo. El nuevo paso estilístico que da Los ocho más odiados —la primera innovación en años— es que intenta recrear el ritmo de ese primer duelo en la filmografía de Tarantino a lo largo de toda la película. De principio a fin, la cinta es una tensa pausa en camino a la balacera final.

Revelar los misterios con que el director refuerza la tensión sería devastar la experiencia de la película pero puedo decir que exponen al Tarantino menos creativo que he visto. Si el título de Pulp Fiction describía las cualidades de la película, el de Los ocho más odiados alude, en teoría, a su lugar en la filmografía del director: es su octava película. Sin embargo, salvo por el regreso del duelo en Perros de reserva, la cinta no posee siquiera las ambiciones de Bastardos sin gloria, donde Brad Pitt mira a la cámara y dice, en sustitución de Tarantino: “Creo que esta es mi obra maestra”. En Los ocho más odiados, Tarantino busca sorprendernos sin mayor efecto que el de emocionarnos. Es cierto que aún recopila imágenes de otras películas: está La diligencia (Stagecoach, 1939), de John Ford en el viaje a la cabaña y también Más allá de la gloria (The Big Red One, 1980), de Samuel Fuller, en la imagen inicial de una cruz, pero es la repetición de un estilo que ya conocemos. Necesitamos algo tan nuevo como Pulp Fiction. Pro supuesto que es difícil innovar, y sería ridículo pedir una historia que no se haya contado o una imagen que no se haya filmado pero siempre se puede crear una nueva técnica, un nuevo enfoque.

En cuanto a sus ideas, la cinta me parece la más pobre de todas en la filmografía de Tarantino. El racismo y la polarización que trajeron las presidencias de Bush y Obama a Estados Unidos aparecen en cierta forma —después de todo, el contexto de la Guerra Civil parece apuntarlo—, pero Tarantino no las explora. En todo caso se puede hablar de una igualdad misantrópica, dado que todos los personajes son mentirosos y asesinos. Quizás esta sea la idea de Tarantino sobre Estados Unidos hoy: una convención de monstruos que se vuelca sobre sí misma sin piedad y sin sobrevivientes. Pero más allá de la sensibilidad no hay fantasía, sólo odio. ¿Crítica social? Tal vez, pero una muy frágil. Si resumimos Los ocho más odiados a una sola oración, nos dice: “Todos en Estados Unidos se odian, se mienten y se matan”. Es una exageración muy severa. Tarantino podrá entretenernos pero su cine me parece un continuo de inmadurez que repite notoriamente su primer éxito y necesita una renovación. No debe ser más intelectual, eso iría contra su esencia, pero sí hace falta que nos asombre con algo más que un giro de tuerca o muchos de ellos, como lo hace Los ocho más odiados.

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