Debo haber visto Taxi Driver (1976) unas 40 veces. La primera, recuerdo bien, tenía 14 años. Incapaz de comprender o criticar la película, de separar mi soledad de la del protagonista, Travis Bickle (Robert De Niro), la vi a escondidas porque mi mamá la veía como un compendio de sordidez inapropiado para un adolescente alérgico —no por enfermedad; por indiferencia— a la calle y a la gente. Tenía razón. No del todo, por supuesto: Taxi Driver es más que un espejo ligeramente torcido donde se redescubren los solitarios. Es una obra maestra. No porque yo lo diga o porque me guste tanto, sino porque tantos lo dicen y a tantos más les gusta tanto. ¿Por qué nos gusta ver a un taxista psicótico en el bicentenario estadounidense, armado y delirante, exigiendo a la gente que lo mire, no que lo entienda ni que lo asimile, que lo mire y que sepa que su sombra la dibuja un hombre? Todos tenemos nuestras razones. El gusto, ya lo he escrito, es personal, pero si pudiera atreverme a diseñar una teoría, pensaría que lo más atractivo de Taxi Driver es Travis.

El visceral director John Cassavetes pensaba —correctamente, creo— que las audiencias no se fijan en la fotografía. No se fijan en la edición ni en la luz. No se fijan en la continuidad. Nuestro tiempo ha cometido el error de mantener al cine fuera de las escuelas y nos ha dejado, en cuanto a imágenes se refiere, analfabetas. Pero las audiencias, pensaba Cassavetes, sí entienden de guión y de actores. En mi experiencia viendo Taxi Driver confirmé sus sospechas. Lo que más me afectaba en el filme, aun después de que aprendí a descifrar su lenguaje correctamente, era Travis. Veterano de Vietnam, presa del insomnio y la medicación, paranoico y psicótico, el joven taxista me parece tan genuino que a lo largo de 13 años viendo Taxi Driver su significado y sus intenciones han cambiado con cada proyección. El tiempo y el conocimiento han intervenido en mí —y en todos— como celofán sobre la luz. Coloreamos el mundo, lo malinterpretamos conforme a lo que entendemos de él, y el gran arte, el que en su ambigüedad rivaliza con la realidad, se convierte en el lienzo de sus espectadores.

A mis 14 Travis era un héroe. “Escuchen, cabrones, enfermos, aquí está un hombre que no iba a aguantar más. Aquí está un hombre que se levantó contra la escoria, las putas, la suciedad, la mierda”. ¡Qué elocuencia! El American Film Institute lo describió en su serie 100 Years… 100  Movies como un ángel vengador. ¡Sí, sí! ¡Harto de la inmoralidad, Travis iba a salvarnos, a depurar nuestras calles! Iba, al fin, a impartir justicia. Qué injusta fue la bella Betsy (Cybil Shepherd), la fría Betsy. ¡Travis la llevó a un cine porno porque no sabía cómo se comporta la gente común, no porque fuera un degenerado! Travis era un incomprendido, un hombre torpe pero bueno. ¡Su violencia no era mala porque quería redimirnos! Era el Cristo del siglo XX.

Entre mis políticos 17 y 19, sin embargo, Travis sonaba más bien como un dictador. Era un villano. ¿Cómo podía decidir cuáles vidas valían y cuáles no? ¡Antes hicieron lo mismo Hitler y Stalin! ¡Travis, monstruo! ¿Cómo podía ver en el exterminio la solución a un mundo corrupto e inhumano sin pensar que iba a perpetuarlo? Sólo había una respuesta: Vietnam. El gobierno estadounidense tomó a un joven ingenuo, le enseñó a matar y lo convirtió en asesino. Hacia el final de esa época en mi adolescencia Travis era, más bien, víctima. ¡Pobre Travis! ¡Por eso quería matar al candidato a la presidencia! Quería vengarse de la mentira y la manipulación.

Pero para mis 21 Travis dejó de ser un rol, es decir, ya no era un héroe, una víctima o un villano. Después de tantas máscaras que le puse encima, Travis era al fin un hombre. Seis años después lo sigo entendiendo así. Y por eso estoy convencido de que en algún momento todos hemos sido no como él: hemos sido él. A los 14 lo fui y por eso me cautivó. Pero ahora no —espero— y lo veo, como a mi yo adolescente, con distancia pero no sin emoción.

Perturbado por la guerra, Travis regresa a una sociedad indiferente a él. En su Nueva York, como en todas las ciudades, su piel se disuelve entre el cristal, el acero y el concreto; su humanidad se da por sentado sin garantizarle la dignidad. ¿Cómo podría hacerlo en un ambiente que tolera la prostitución, la adicción y el asesinato? Emocionalmente inmaduro, Travis permite que el trauma lo retenga en una infancia intolerante y caprichosa. Cuando lo rechaza Betsy, una chica que trabaja en la campaña de un candidato a la presidencia, él estalla: “¡Eres como los demás y vas a morir en el infierno como los demás!”. Es patético. Atrapado en sus propias fantasías, Travis le prohíbe al mundo y a sus habitantes diferir de él. Los rechaza y cuando recibe en respuesta lo mismo, Travis se hunde en sus convicciones. “Ahora veo claramente. Mi vida entera apunta a una dirección. Nunca he tenido elección”. Cuando conoce a la joven prostituta Iris (Jodie Foster) encuentra la posibilidad de ser importante, de ser una especie de padre, respetado y obedecido. Travis se ve como un protector y ahora entendemos su interés en Betsy y por qué intenta asesinar al candidato, una figura paterna para ella. Cuando falla, Travis decide salvar a Iris y reemplazar a su ídolo y proxeneta, Sport (Harvey Keitel), matándolo. La mayoría de los espectadores no matamos pero en algún momento queremos hacerlo. La única diferencia entre nosotros y Travis es que él lleva el rencor y la fantasía en la manga de su chaleco y no teme dispararlos.

Cuando entendí todo esto dejé de escuchar a Travis y empezó a salir de entre las imágenes rojas y sórdidas, de entre las prostitutas en la calle 42 y el vaho de las alcantarillas, la voz detrás del protagonista: la voz de Martin Scorsese. Yo vi la película debido a él. Su documental de cine italiano, Mi viaje a Italia (My Voyage to Italy, 2001), me conmovió con su inabarcable amor por el medio. Sigo sin haber escuchado o visto un elogio más apasionado al cine que la descripción que hace Scorsese de la falda de Alida Valli mientras se lanza hacia adelante como hacia un destino fatal en Senso (1954), de Luchino Visconti. Si este hombre había dirigido la película de donde se parodia la famosa frase “¿Me estás hablando a mí?”, seguramente valdría la pena verla. Y lo valió. Valió la pena verla por cable un día que estaba solo en casa aunque lo tenía prohibido, porque entre los muchos Travis que vi en los años siguientes encontré mi propia historia y al final descubrí un lenguaje nuevo: el lenguaje del cine.

Cuando comencé a ver Taxi Driver como una película y no sólo como una historia encontré a Scorsese y en él al mayor heredero de Alfred Hitchcock. Entre la adoración a las rubias y los largos paseos en automóvil, entendí la cinta como la versión post-Watergate de Vértigo (Vertigo, 1958). Scottie Ferguson (James Stewart) revive en Travis violento, desorientado y decepcionado. Su carácter refleja a su país, sacudido por la renuncia de Richard Nixon, intentando buscar un sentido o un propósito en pleno bicentenario de su independencia. Travis también contiene el carácter de Ethan Edwards (John Wayne) en Más corazón que odio (The Searchers, 1956), de John Ford, con una violenta intolerancia que lo lleva, como a Ethan, al rescate indeseado de una adolescente. La violenta balacera del final, según el propio Scorsese, es su versión de Harakiri (1962), de Masaki Kobayashi. La sangre y los cuerpos, el deslizamiento delicado de la cámara, son un intento de mostrar a la vez una purificación y una atrocidad. Para el guionista, Paul Schrader, la película es su apropiación de las Memorias del subsuelo, de Fyódor Dostoyevski. Es el diario de un filósofo de alcantarilla intentando salir a la luz. Para mí es un compendio que reúne, como lo mejor del cine de Scorsese, la historia del cine, la historia de su nación, pero sobre todo la historia de nuestras soledades. En Travis se reúnen las contradicciones de estar solo, de querer pertenecer a lo que rechazamos por el temor a estar suspendidos en nuestra imaginación, a veces peligrosa. En Travis estamos todos.

Hoy, un par de días después de que Taxi Driver cumpliera 40 años, escribo no como crítico sino como espectador. Lo hago porque en la hora y media en que vi la película por primera vez mi vida se encontró consigo misma en la imagen de un extraño y se transformó. Pienso que la primera vez que nos vemos a nosotros mismos es el momento en que descubrimos cómo se ve el yo, por supuesto. Pero es cuando nos miramos dentro de algo o alguien más que verdaderamente sabemos quiénes somos, que accedemos a una suerte de epifanía. Eso es para mí el cine, entre muchas otras cosas, claro, pero principalmente eso. Que cambiemos a partir de ese momento es una decisión individual pero ese instante de reconocimiento es nuestra oportunidad para renacer. Entonces Travis no es enteramente un tonto. También es a veces, como lo anticipa Betsy al describir sus contradicciones, un sabio: “Los días siguen regularmente uno tras otro, indistinguibles del siguiente. Y de repente”, dice con lucidez, “hay cambio”.

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