El espíritu japonés, complejo como cualquier otro, se compone de distintas corrientes que compiten y complementan la idea de lo nacional, de lo típico, pero me parece —aunque no puedo asegurarlo— que abunda en él un instinto melodramático. En su cine tenemos, por un lado, la tradición de Yasujiro Ozu, sentimental pero templado, que tiende a lo cómico o a lo sutilmente trágico en historias modernas —y sobre la modernidad— sazonadas con sentimientos intensos. En las historias de Ozu el abandono en Primavera tardía (Banshun, 1949) es lo peor que nos puede suceder, y la reconciliación en Nací, pero… (Umarete wa mita keredo, 1932) es la aspiración más noble de un niño que había perdido el respeto por su padre. Akira Kurosawa, de temperamento más antiguo, y quizá más influyente que Ozu, nos muestra, por el contrario, la ruina de la comunidad y de la especie en filmes apocalípticos como Kagemusha (1980) y Ran (1985). Inspirado por William Shakespeare, a través de quien corría aún la sensibilidad ominosa de los griegos, Kurosawa es abiertamente melodramático en una cultura que no me atrevo a decir que inventó, pero sí que ayudó a definir junto con la intensa literatura de Kenzaburo Oë y la música penetrante de Toru Takemitsu. En el cine japonés contemporáneo se funden estas dos tradiciones en un sentimentalismo a veces tierno, silencioso, como el de Hirokazu Kore-eda, y a veces intenso, explosivo, como el que abunda en Dragon Ball.

El Estudio Ghibli, tan renombrado gracias a sus directores principales, Hayao Miyazaki e Isao Takahata, es, a mi juicio, un resultado de estas dos vertientes. Es raro encontrarse con un cine tan deliberadamente emotivo como el de Ghibli. Sus parientes estadounidenses, Disney, intentan disfrazar su sentimentalismo con elementos cómicos, avergonzados de la funesta etiqueta “melodrama”. Por supuesto, no lo logran. De hacerlo, sus películas difícilmente serían tan atractivas. El melodrama es popular porque nos obliga a sentir, exprime las raíces de las lágrimas con la exageración y la excepcionalidad, con amores perdidos y coincidencias imposibles. Ghibli, envuelto en una cultura donde lo melodramático define buena parte del pensamiento y la creación, puede permitirse sin timidez películas como El recuerdo de Marnie (Omoide no Mânî, 2014), posiblemente su última producción. Si bien este filme no comparte el genio visionario de Miyazaki o las capacidades crítica y mitológica de Takahata, bien podría ser un cierre coherente y conmovedor para la trayectoria de Ghibli, un estudio que buscó en la imaginación y el sentimiento un refugio del horror y que, por una parte, descubrió en esa irrealidad un intermedio para regresar más esperanzados al mundo; por la otra, encontró una forma sublime de relatar las catástrofes de la realidad.

El recuerdo de Marnie es una película escapista, como la mayoría del cine de Miyazaki, es decir, el más popular de Ghibli. Su director, Hiromasa Yonebayashi, no se propone ni la credibilidad ni la lógica. Su intención es más bien contar una historia que moldee constantemente el rostro de su audiencia para sacarle a veces algunas sonrisas y en su mayoría muecas humedecidas por lágrimas. En la película hay una escena que quizá sin quererlo refleja la reacción de su audiencia: la solitaria protagonista, Anna, y una nueva amiga, escuchan al fin la historia de la misteriosa Marnie. Conmovidas, las jovencitas lloran por el destino de la muchacha que se le aparece a Anna en las noches. El sentimiento es el origen y la intención de una trama que pareciera explorar al fantasma como un fenómeno del tiempo: eco atrapado entre muros de dolor. Hay que apuntar que la novela en que se basa, una de las favoritas de Miyazaki, fue escrita por la inglesa Joan G. Robinson, pero su melodrama dickensiano está cerca de la sensibilidad japonesa. El hado, la coincidencia y la presencia sobrenatural que marcan a Oliver Twist o Un cuento de navidad están presentes en El recuerdo de Marnie y en cierta parte del melodrama japonés.

Decir más detalles de la trama anularía sus efectos, pero puedo mencionar sin temor a arruinar la experiencia que la cinta de Yonebayashi muestra cierta afinidad con el formalismo ruso. Su apóstol, Viktor Shklovsky, sostenía que la forma determinaba la sustancia. En El recuerdo de Marnie la calidad de las sentencias y las coincidencias es tal que a un espectador atento le revelará sus misterios antes de que la protagonista los desentrañe. Esto de ninguna manera significa, como piensa la mala crítica, que se trata de un filme predecible. Lo que estamos viendo es una creación cuidadosamente construida con símbolos que nos orientan al desenlace, entre ellos un color peculiar, un juguete y una canción. En una imagen breve, los perfiles de dos personajes se sincronizan como si se doblara sobre ellos un espejo. Este artefacto, similar a muchos otros en la trama, nos anuncia una conexión fundamental. Decidida a sorprender, la historia se basa en sus giros y deriva su idea del mundo de la voluntad de conmovernos. Por otra parte, la forma en que Marnie se desplaza a través de tiempos y espacios cuando narra su historia delimita la naturaleza temporal del fantasma. La forma, ya lo habíamos dicho, define la sustancia, y al hacer esto le exige tanto a la realidad que la deshace.

La narrativa de El recuerdo de Marnie es tan artificial que como audiencia sólo nos queda sumergirnos en su improbabilidad. Este es el mismo efecto de los exagerados musicales de Jacques Demy o las extremas pesadillas de Lars von Trier —que padecen el intolerable pensamiento totalitario y victimista de su director—. El cine de Alejandro González Iñárritu, Xavier Dolan o Kim Ki-duk resulta lo contrario. Al querer hacer de sus fantasías imágenes realistas, estos directores terminan siendo contradictorios, por no decir ridículos. El recuerdo de Marnie, definida más por sus artificios que por sus ideas, es claramente un sueño. La imaginería de Yonebayashi, que resalta el verdor de los pastos y las ilusiones del agua, complementa las emociones de una película que se acoge, como casi todo lo que produjo el Estudio Ghibli, en el corazón de su audiencia.


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