Por supuesto que M. Night Shyamalan fue un cineasta inevitable e incluso fundamental para mi generación. Muchos de nosotros nos encontramos por primera vez con el horror en el cine de Shyamalan y también con preguntas que iniciaron para muchos la aventura del pensamiento. Esa inesperada madurez, sin embargo, nos exigiría con el tiempo cuestionar y abandonar a Shyamalan. Señales (Signs, 2002) fue para mí, hijo de la era sin internet, un encuentro con mis más grandes miedos. En aquel entonces nuestra imaginación nos permitía temerle a los sueños, a diferencia de nuestra edad escéptica cuando, sí, aún se cree en extraterrestres y fantasmas, pero en vez de causarnos horror nos provocan dudas: en el Estado, en la materia, en Dios. Señales, por el contrario, fue un intento por afirmar la realidad del ovni y el extraterrestre, y de Dios, el creador anciano condenado a muerte por Nietzsche. Hoy la fe en ambos mengua como una luna herida de sol. El cine de Shyamalan es un poco la crónica de ese declive. El hombre que nos forzó a creer en lo inédito ha regresado distinto en Los huéspedes (The Visit, 2015), donde nos enfrentamos a un Shyamalan que, más desilusionado que el director de La aldea (The Village, 2004) y La dama en el agua (Lady in the Water, 2006), se encuentra aterrado ya no por las pesadillas del hombre, sino por el hombre mismo.

Si en aquellas películas Shyamalan ya nos imploraba cambiar el mundo antes de que éste castigara nuestros crímenes, Los huéspedes nos muestra a la humanidad ya caída. Los fracasos El fin de los tiempos (The Happening, 2008), El último maestro del aire (The Last Airbender, 2010) y Después de la Tierra (After Earth, 2013) revelaron también a un Shyamalan cada vez más agobiado por la ruina de la humanidad, pero Los huéspedes se encuentra más allá de la entrada al infierno. Lejos de la aventura y la esperanza, el nuevo filme de Shyamalan se sitúa en una casa donde los abuelos, quizá los miembros más entrañables en la familia tradicional, poseen rostros que al acercarse a la luz revelan obscenas deformidades; laceraciones vengativas infligidas por la modernidad y, de manera más específica, por la modernidad estadounidense. Claro, esta conclusión es más bien una lectura, pero el despiadado final de la cinta le da a sus villanos una monstruosidad y un patetismo que sólo puede relacionarse con una cultura que recluye a sus miembros más débiles en sanatorios y asilos. Sus mascotas le suelen merecer más aprecio. En cierta medida, la cinta representa la espeluznante venganza de los viejos y los locos.

Los huéspedes es indiscutiblemente la cinta más violenta de Shyamalan. Sus imágenes poseen un nivel de degradación que arranca su dignidad a víctimas y monstruos y en ese proceso los nivela. Una pila de pañales enlodados de mierda y el violento encuentro de uno de éstos con el rostro de un niño subrayan la fragilidad de la razón y de la infancia en un mundo degenerado. De alguna manera evocan las horribles historias que narra Iván Karamazov sobre un pequeño siervo devorado vivo por perros o una niña encerrada en una letrina pidiéndole a Dios que la salve. El moralismo de Shyamalan no es comparable, pero es similar al de Dostoyevski. Ambos se preguntan dónde está Dios, aunque Dostoyevski logró encontrarlo al final de Los hermanos Karamazov. En Señales, Shyamalan insistía en la influencia de Dios en los eventos del mundo, pero en Los huéspedes su ausencia es irremediable. Los niños de la película, como la sociedad sin Dios, han sido abandonados y se hallan a merced de dos extraños, dos abuelos que apenas comienzan a conocer y que deberán destruir para mantenerse con vida.

A lo largo de la película recurre este conflicto entre las dos generaciones separadas por el tiempo y la distancia. Los delirios de los abuelos reflejan una imaginación construida por el misticismo de historieta y la superstición hollywoodense, mientras que el racionalismo de los niños, la intelectualidad de la hermana, Becca (Olivia DeJonge), y la cultura pop y sexualidad exagerada del hermano, Tyler (Ed Oxenbould), son resultado de un ambiente sin secretos rebosante de información, imágenes, rostros, memes. Abuelos y nietos se miran con una desconfianza sintomática del mundo moderno, pero cuyo significado cambia junto con la trama. Cuando los abuelos se descubren como una amenaza, Shyamalan sacrifica ciertas ideas de su película que no puedo aclarar ante el riesgo de estropear el giro típico en su cine. Sin embargo sí puedo decir que el director se acercó a hacer una declaración esencial sobre nuestro tiempo pero decidió arrodillarse frente al gran público. El entretenedor triunfó sobre el artista.

Esta derrota ha sido evidente desde El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999) y continúa siendo uno de los grandes obstáculos en la maduración estética de Shyamalan. Sus grandes dudas y sus grandes críticas suelen ser la excusa de giros improbables y salidas fáciles, en vez de ser la base de narrativas menos complacientes pero más arriesgadas y sensatas. Sin embargo, Shyamalan le debe su reputación, como otro favorito del gran público, Christopher Nolan, a la dramaturgia de lo inesperado. En las grandes obras narrativas, sean dramáticas, novelísticas, poéticas o cinematográficas, el desenlace es previsible para quien comprenda el lenguaje de la realidad. En las cintas de Shyamalan y Nolan las conclusiones son predecibles o no por su desapego a la lógica. Vemos venir el desenlace porque ya lo hemos experimentado antes o lo ignoramos porque emerge de la nada. Estos directores no abandonan las tradiciones o las expectativas por cualidades revolucionarias como el provocador surrealismo, sino por manipular a su audiencia en un artificio que garantiza la sorpresa, la emoción y el éxito comercial.

El miedo es subjetivo, claro, pero 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) y La masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) siempre me han atemorizado más con sus inquietantes atmósferas de lo desconocido que las cintas de Shyamalan con su abuso de la sorpresa. Por supuesto que los ruidos fuertes y las inesperadas apariciones de monstruos nos golpean como un puño. Sucede igual en la vida: los niños de Los huéspedes se espantan el uno al otro con la mera intención de jugar. Pero la pesada sensación de que lo horrible nos acecha y se va a manifestar lentamente, anunciando nuestra muerte ya próxima, supone una inmersión más profunda del espectador, que abandona su mundo físico y se introduce en el de sus propias pesadillas. Shyamalan, fiel a sus recursos simples, regresa con Los huéspedes a lo que siempre fue: una promesa sin cumplir.


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