En 1999 Adam Sandler condenó al mundo a atestiguar su libertad creativa. En ese año fundó Happy Madison Productions, quizá la compañía con mayor número de fracasos críticos en la historia del cine estadounidense. Sin embargo, la ira de los críticos es inversamente proporcional a la de las audiencias, que suelen convertir las películas producidas por Happy Madison en éxitos de taquilla, no los más grandes pero suficientes para mantener a la empresa viva y a Sandler impune ante la única justicia en el espectáculo: el olvido. Ni los caprichos protagonizados por sus amigos, Rob Schneider, David Spade, Kevin James y Chris Rock, han podido hundir a una compañía que, dados los bajos costos de sus películas, siempre gana. Pero es posible que la era dorada de Sandler ya se acerque a su fin.

Los últimos 15 años han visto el auge de un nuevo grupo de cineastas liderado por Judd Apatow y conformado por amigos suyos como Nicholas Stoller y Jake Kasdan, que han intentado contrarrestar el humor de Sandler, siempre un delirio del perdedor inmaduro, con una crítica a las realidades del hombre común —otro tipo de perdedor inmaduro. El inmenso éxito de Virgen a los 40 (The Forty Year Old Virgin, 2005) y Ligeramente embarazada (Knocked Up, 2007) prometió el fin de Sandler y el inicio de una era de comedias introspectivas como Bienvenido a los 40 (This is Forty, 2012) y una de las cintas más inusuales de Happy Madison: Siempre hay tiempo para reír (Funny People, 2009), dirigida por Apatow y protagonizada por Sandler. El único encuentro entre los dos reyes del humor, el de antes y el de ahora, fue uno de los pocos filmes bien recibidos de la productora. Fue tal vez el portento definitivo de un cambio en la industria o, de manera más precisa, en el gusto de los espectadores.

Los 90, cuando aparecieron las cintas que sentaron a Sandler en el trono, el escatológico y el de la realeza hollywoodense, fueron una época de transgresiones; de una nueva vulgaridad en una sociedad que aprendió a cantar sobre antiácidos con Kurt Cobain y a reírse de las excreciones y de lo imbécil con Ren y Stimpy. Era la sociedad inventada por Robert Crumb y esparcida en los televisores por MTV. Sandler representaba las fantasías de una juventud desempleada e inmadura que deseaba cambiar el remolque por la mansión. Billy Madison (1995) y Happy Gilmore (1996), un par de cintas sobre niños de 30 años que arrodillan a la lógica, fueron la cúspide de ese deseo y sellaron el nombre de Sandler en la imaginación colectiva. La productora de Sandler fue nombrada en honor a estos dos primeros triunfos. En sus comienzos —y aún hoy—, la imaginación de Sandler era todo lo contrario a la de Apatow, que bulle en la crítica. Más bien se trataba de lo mismo que el humor de MTV: la escatología en expresión grotesca y acaso liberadora. era una imagen nueva, casi revolucionaria. No nos prevenía de lo más repulsivo en el cine de Sandler, como las en Jack y Jill (Jack and Jill, 2011) o el incesto en Ese es mi hijo (That’s my boy, 2012). Si la decencia era el límite a trascender antes de Happy Madison Productions, después de que se estableció la empresa la extralimitación fue la regla y el signo de la caída. Sandler nunca fue inteligente o siquiera ácido: era idiota, pero conforme la moral pública se transformó, su cine se convirtió en un llamado de atención desesperado y cada vez más fútil.

Sin embargo, a pesar de todas sus infracciones al buen gusto, en las cintas de Sandler siempre ha estado presente el amor a la familia, la honestidad y la compasión. El actor, guionista y productor nunca ha sido un enfant terrible, sino más bien el niño travieso que simula un pedo en el salón de clase para que todos se rían, pero un buen niño después de todo. El ejemplo más evidente de ello, más incluso que el golfista Happy Gilmore, que intenta salvar a su abuela de la hacienda pública, es quizás el noble Robbie Hart, de La mejor de mis bodas (The Wedding Singer, 1998). Situada diez años antes de su estreno, la película tiene como protagonista a un joven idealista interpretado por Sandler que cree en el amor verdadero y da clases de canto a cambio de albóndigas. En ese filme comenzó de manera más evidente la nostalgia por los años 80. Pero Sandler no extraña la década de Madonna y Billy Idol por ser la de su adolescencia: la extraña porque es la época de su inocencia. Locos de ira (Anger Management, 2003) y su más reciente filme, Pixeles (Pixels, 2015), comienzan con una joven versión de Sandler que sufre una inolvidable humillación pública. El trauma lo persigue hasta la adultez, cuando deberá sanar mediante la confrontación, pero mientras en Locos de ira la historia es un proceso terapéutico, en Pixeles lo que vemos es una justificación.

A pesar de algunos roles valiosos bajo la dirección de Paul Thomas Anderson en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y Mike Binder en otra inusual producción de Happy Gilmore, La esperanza vive en mí (Reign Over Me, 2007), Sandler es más un hombre de negocios que de las artes. Pixeles no sólo pretende recuperar la inmadurez como un improbable camino a la felicidad: intenta venderla en el tiempo de los nerds como una justificación. Ya el internet nos ha mostrado decenas de videos de padres enfurecidos con sus ninis por pasar demasiado tiempo frente a los videojuegos. Es a esos a quienes Sandler planea vender su nueva película. La historia de un hombre que salva el mundo gracias a sus proezas en los videojuegos es un alivio y un instante de piedad para quienes encuentran en el videojuego una alternativa a la realidad. El incoherente desenlace en que, de la nada, todos los protagonistas obtienen lo que desean sugiere que una adultez vivida como infancia nos lleva a la satisfacción. “¡Dejen que los nerds se encarguen!”, grita el nerd presidente interpretado por Kevin James. Se trata, por supuesto, de un sueño que, junto con el resto de su filmografía, dice mucho sobre Sandler.

Pixeles recupera algunas de las preocupaciones de Sandler, como la violencia en los videojuegos, que también critica en Jack y Jill. Cuando un reportero se burla de su analfabeta presidente, otro lo defiende en Fox News. Sandler, admirador del republicano Rudolph Giuliani —aparece en Locos de ira y se lleva un aplauso en Yo los declaro marido y… Larry (I Now Pronounce You Chuck & Larry, 2007)—, no fue ni es un transgresor: es un conservador. Los valores familiares son los más altos en sus películas, la sexualidad es latente pero jamás manifiesta y en Pixeles el personaje de Kevin James, claramente basado en George W. Bush, termina salvando el día. Se puede argumentar que Sandler no ha escrito o dirigido buena parte de sus películas y su influencia es, por tanto, discutible, sin embargo él es la estrella, el productor y el fundador del estudio. Sus filmes, relacionados en temas y estilo, pertenecen más a él que a los creativos que se arriesgan a incluir estos trabajos en sus filmografías.

Aún no podemos saber si Pixeles fracasará en taquilla, pero si lo hace se deberá al anacrónico, y en ese sentido conservador sentido del humor de Sandler. Estamos ante un personaje cuya nostalgia es más que un rechazo al presente: es un viaje en el tiempo. Su idea del mundo, orientada a representar más las imposibles expectativas del hombre común que las dificultades de vivirlas, es muy distinta de la expresada en el cine del moderno Judd Apatow. Su filmografía, sobre todo en los últimos años, ha intentado ser una refutación de las nuevas corrientes cómicas, pero sus farsas no poseen ni el intelecto ni la sensibilidad humorística para sobrevivir en esta década de escepticismo. Si la desilusión con Reagan y Clinton provocó a Sandler, es el desencanto con Bush y Obama donde se origina Apatow. Sandler insiste en responder a nuestra época como si fuera la anterior. Es un moribundo aferrado a la vida, un anciano gruñón insultando a los hippies.


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