Durante buena parte de su metraje, Tierra de cárteles (Cartel Land, 2015) se comporta como un elogio a las autodefensas; sin embargo, para cuando llega su desenlace, la cinta ha dado la vuelta entera y se ha transformado en una revelación trágica. Su primera escena, donde un grupo de encapuchados cocinan metanfetamina en un campo ahogado por la noche, es un vislumbre de la desilusión y es el comienzo de un paseo por el purgatorio. Iluminado por los faros de un camión y rodeado por unas sombras que lo conjuran, el infeccioso vapor de la metanfetamina se alza como el humo de una pira. La imagen posee algo ritual, místico, que enlaza el pasado precolombino y sus tradiciones de sangre con un presente en el que no se adora a los dioses; se adora al dinero. “Sabemos que hacemos daño”, explica una voz que después remata: “pero semos pobres”. Es difícil saber si el director Matthew Heineman conocía esta herencia, pero su presencia en la película es evidente. La tierra de cárteles resulta no ser el centro del documental; más bien es el escenario de una recurrencia que los mexicanos deberíamos reconocer. El estadounidense Heineman, aunque parece no saberlo del todo, lo sospecha: se ha encontrado con muchos Méxicos: el actual y los pasados. Se ha encontrado con la historia.

Resulta irónico que Alfredo Castillo, otrora comisionado para el Desarrollo de Michoacán, aparezca en la película citando a George Santayana: “Aquellos que no recuerdan su historia están condenados a repetirla”. Castillo, de hecho, estuvo frente a ella pero no pudo sentirla. Olvidados el discurso justiciero de La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, la traición de la promesa revolucionaria, Los bandidos de Río Frío, el mesianismo del indio Mariano, el Estado repitió la historia: encumbró a las sombras que vemos al principio del documental; provocó la oración más perturbadora en Tierra de cárteles: “Los que cocinamos la droga tenemos que cuidarnos ahora que somos del gobierno”. Heineman obtiene esta declaración de un miembro uniformado y embozado de la Fuerza Rural Estatal, el cuerpo oficial en que se convirtieron las autodefensas de Michoacán. Más que una crónica de la desilusión, Tierra de cárteles demuestra ser un reflejo de ella cuando vuelve a su primera imagen y muestra a los héroes convertidos en malhechores.

Durante mucho tiempo, las autodefensas y el carisma de su líder, José Manuel Mireles, fueron el origen de una falsa sensación de seguridad y de alivio que la audiencia podría reconocer como propia cuando, en el documental, un hombre común se topa con Mireles en un aeropuerto y lo felicita. El líder de las autodefensas, explica, “tiene huevos”. La comodidad que nos propicia un grupo de ciudadanos rebeldes, nos muestra Heineman, resulta un engaño porque culmina en la integración al Estado de un episodio más en nuestra historia de mesías fracasados. El contraste con una autodefensa estadounidense, la Arizona Border Recon, acentúa nuestra derrota a partir de la comparación. El líder de esta patrulla, Tim Foley, ha abandonado las drogas para dedicarse a combatir a los cárteles que las introducen a su país. Su lucha es, por una parte, familiar, porque es un intento de redimir el abuso de su padre y ser un mejor hombre para sus hijas; por la otra, se trata de un esfuerzo patriótico. “Yo veo esto como una invasión”. Ni racista ni antimexicano, Foley incluso aplaude a Mireles cuando se entera de él. Sus enemigos son los cárteles; su ideología, la la Constitución de los Estados Unidos de América. Foley desciende de los mismos principios bajo los que se escudan los amantes de las armas: el muy nacionalista miedo a la tiranía. Por supuesto, ese no es el Foley total, sino el que nos muestra Heineman, pero se trata de un personaje moralmente superior a su contraparte mexicana.

Mireles aparece primero como un héroe. No el caudillo populista de Fernando de Fuentes en Vámonos con Pancho Villa (1936), sino una figura carismática e inspiradora: el liberador de Elia Kazan en ¡Viva Zapata! (1952). Heineman parece asombrado, como el hombre en el aeropuerto, por la figura de Mireles. Las imágenes del líder con su pueblo son poseídas por una estética proselitista, acentuada por el idealismo de una banda sonora conmovida ante la presencia del prócer. “¿Qué harías tú?”, le pregunta el rebelde al documentalista, “¿esperar a que vengan por ti?”. Heineman parece haber contraído la fiebre que posee a la población y a los seguidores de Mireles; la que causó que sus antecedentes sean recordados como un error: la fe. Los enfrentamientos entre las autodefensas y los criminales, las detenciones de figuras demoniacas como el jefe de plaza El Chaneque, son momentos heroicos donde Heineman aplaude los triunfos de las autodefensas. Su cámara se convierte en un testigo noticioso de un combate que complace por justo. Pero de repente todo cambia. El sueño se desnuda y revela un monstruo. Aparece un Mireles infiel que coquetea con una muchacha usando clichés sobre el amor a primera vista. Aparece un Mireles incompasivo que ordena extraer toda la información posible de un detenido antes de ejecutarlo. Se disipa el héroe. La familia, inspiración de Foley, es la pérdida del Mireles envalentonado, y esa pérdida es su perdición. Mireles termina arruinado por el adulterio y el descontrol de sus hombres. Foley cree que los ciclos no tienen por qué repetirse, pero Foley es estadounidense: él mira al futuro. Mireles, irremediablemente mexicano, tropieza y provoca la resurrección de la historia. Tierra de cárteles es la historia de una desilusión, la historia de una repetición, la historia de nuestra historia.

Twitter: @diazdelavega1

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