por Alonso Díaz de la Vega

Cuando se abrieron por primera vez las puertas de Jurassic Park en 1993, la dirección de Steven Spielberg sugería la entrada hacia lo insólito. Imponentes en su tamaño colosal y en su lentitud para abrirse, la puertas del parque representaban lo que se escondía tras ellas y la enorme expectativa por verlo. Realista y socarrón, el profesor Ian Malcolm (Jeff Goldblum) se burla cuando las atraviesa: . La nueva entrada al parque en Mundo Jurásico (Jurassic World, 2015) es, como la exclamación de Malcolm, una profanación de ese instante de asombro pero por razones opuestas. Mientras el teórico del caos expresaba con su ácido sentido del humor una crítica a la manipulación de la naturaleza, la entrada a Jurassic World, que en el filme se ha convertido en un tránsito rutinario, expresa la indiferencia con que el progreso comercia con nuestras fantasías.

Cuando los hermanos Zach (Nick Robinson) y Gray (Ty Simpkins) —los sustitutos de Tim y Lex Murphy, de la original— atraviesan una puerta similar a la de Jurassic Park en un monorriel, Trevorrow monta un homenaje y a la vez una perversión de la escena de Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993): la primera vez que alguien cruzó esa puerta, se trataba de un pequeño grupo de soñadores. Ellos eran la avanzada de la humanidad, como los primeros hombres en la luna, a punto de ver lo imposible. Los nuevos visitantes son un tumulto de turistas que, salvo por el pequeño Gray, observan a los dinosaurios con la emoción con que se mira un partido de futbol: gritan y brincan ante un espectáculo conocido que ya no conmueve por nuevo, sino por grandioso. Claire (Bryce Dallas-Howard), la administradora de operaciones del parque, explica: “Ya a nadie le impresionan los dinosaurios. Los consumidores quieren más”. La normalidad es el mayor enemigo del espectáculo.

En ese sentido, Jurassic World es idéntico a Hollywood. Si algo nos reveló el hackeo a Sony Pictures Entertainment fue el lenguaje de los memorándums en la industria del cine. En ellos recurren las palabras . Cuando Simon Masrani (Irrfan Khan), dueño del parque, le pregunta a su genetista en jefe, el doctor Henry Wu (BD Wong), por qué inventaron un animal tan peligroso como el Indomitus Rex, Wu le responde que el memorándum pedía algo más grande, más cool. Algo nuevo. La imparable bestia que está devastando el parque es, como le llama Claire, un “activo” ingeniado por la mentalidad corporativa; un pecado contra la naturaleza en nombre de divertir. Trevorrow está aludiendo a Hollywood con una autocrítica quizás imperceptible para los ejecutivos, impresionados ante las dimensiones del éxito financiero. Pero el director también hace referencias a lo que podría salvar al cine hollywoodense de este estancamiento que sólo exige nuevos dinosaurios.

En la escena discutiblemente más famosa de la película, una criatura nueva en la franquicia, un mosasaurio, salta para devorarse un tiburón blanco, el monstruo que hizo famoso a Steven Spielberg, por cierto, productor ejecutivo de Mundo Jurásico. Esta imagen resulta una metáfora del Hollywood contemporáneo, que con sus relanzamientos de viejas películas y sus interminables hileras de secuelas se alimenta del pasado, no bajo su influjo para crear algo original, sino de sus métodos para disfrazar de novedad a las viejas fórmulas. En una escena anterior, Claire le pide a uno de sus operadores, Lowery (Jake Johnson), que no vuelva a usar una playera de Jurassic Park. En la trama, el sueño de John Hammond (Richard Attenborough) es una pesadilla debido a la catástrofe que lo destruyó, pero en el lenguaje secreto de la película el rechazo de la playera significa la negación que hacen los estudios de su pasado mientras, irónicamente, lo perpetúan. Más adelante, cuando Zach y Grey son atacados por el Indomitus Rex, es en las ruinas del viejo Jurassic Park donde los niños se refugian de la aberración; un viejo jeep los lleva a un lugar seguro. Trevorrow parece decirnos que la influencia de Spielberg y sus contemporáneos de lo que en los años 70 se conoció como el Nuevo Hollywood son la esperanza de esta nueva generación.

La batalla culminante contra el Indomitus Rex es, por una parte, una continuación de este discurso en busca de la unión entre lo construido y lo futuro, pero por otra parte es uno de los momentos más inverosímiles, complacientes y maquiavélicamente emocionantes de la película. A nivel simbólico, la escena es coherente con lo que Trevorrow ha estado tratando de decir: dos viejos enemigos en Parque Jurásico se reconcilian para vencer al engendro, que es finalmente derrotado por un nuevo protagonista. Sin embargo, la espectacularidad ilógica resulta contradictoria con el resto del mensaje. ¿Se trata de un momento de complacencia hacia el estudio o de una escena irónica que exagera a manera de crítica? No me atrevo a responder, sólo a cuestionarlo.

Independientemente de la respuesta, buena parte de Mundo Jurásico, como Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015), otra secuela aparecida décadas después de su primera entrega, es una respuesta a la forma contemporánea de hacer cine de gran presupuesto. En Mad Max: Furia en el camino, el director George Miller rescata el rock en un tiempo de hip hop; la fertilidad en un tiempo de aborto; la divinidad del cuerpo femenino en un tiempo de vulgarización. Colin Trevorrow, aun con sus contradicciones, intenta rescatar al Nuevo Hollywood, una etapa fértil y única en la creación cinematográfica estadounidense, que podría traer de vuelta algo más que dinosaurios: el genio.

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