La queja usual de las audiencias modernas ante el cine antiguo es que se ve falso. “Mira cómo grita, la exagerada esa”, “ “Esa sangre es casi naranja, no se ve real”. Es irreprochable, en cierta medida: crecieron en la era digital, cuando el realismo visual es una necesidad. El cine es hoy un acto de fe en el que la verosimilitud, que no la veracidad, es primordial para nuestro placer. Es decir, no nos parece increíble que una antigua raza de robots que se transforman en autos nos invada, sino que sus formas no produzcan sombras o que no se vean sucios después del combate. Por ello es complicado, en estos días, apreciar un clásico como Narciso negro (Black  Narcissus, 1947), de los famosos Archers: Michael Powell y Emeric Pressburger. Construida no para reflejar la realidad, sino para engrandecerla, esta cinta nos muestra un mundo de  dimensiones improbables: cuartos inmensos, pinturas murales complejas y desproporcionadas, colores intensos. Si el tema del filme es el miedo a la sensualidad, su estilo es una exaltación de los sentidos. Lo que vemos está construido con la intención de asombrar. Este mundo, en efecto, es una exageración, pero no una grotesca, sino sublime.

Situada en un palacio en el Himalaya, la cinta no se enfoca tanto en el choque cultural entre un grupo de monjas y la “primitiva” población, como en el enfrentamiento de su puritanismo con el placer. La hermana Clodagh (Deborah Kerr) padece este conflicto de manera más intensa: el vívido ambiente la llena de nostalgia por un amor pasado. Para expresar el contraste entre la Clodagh que amaba y la que se reprime, los directores empalman la imagen de una sobre la otra. Ambas son la misma y no. Una se entregó al amor; la otra a una vida de servicio y castidad. Ambas fracasan. Su frigidez, sumada en un rostro de porcelana pálido y quieto, representa el miedo europeo al sensualismo de las religiones orientales; es una extensión de sus nuevas convicciones, que terminan representadas como una huida trágica de la realidad. Para los directores, enclaustrarse no sólo implica la enajenación: implica una derrota ante la naturaleza.

Para acentuar el carácter reprimido de las monjas, Jean Simmons hace una aparición como una joven india de piel morena y movimientos felinos. Los directores le dan una secuencia de baile en la que se mezclan la inocencia con la curiosidad. De manera muy sutil, la escena sugiere un instante erótico de autoexploración y deleite. La danza posee una sexualidad sugestiva que encontraría un eco años más tarde en El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), de Michael Powell, donde la contemplación de la mujer en movimiento motiva al protagonista a asesinar a una bailarina. Para aquel punto en su carrera, Powell percibía el sexo como un acto vulgarizado y letal, pero en Narciso negro todavía era una aventura de los sentidos que provoca reproches y quizás envidia entre quienes no pueden disfrutarlo. Este sentimiento es el que enloquece a la hermana Ruth (Kathleen Byron) ante el rechazo de Dean (David Farrar).

Kathleen Byron da una interpretación de gestos explícitos, teatral, que hace parecer a su personaje, más allá de demente, poseída. El resto del elenco tiene un estilo similar: gesticulan al ritmo de los movimientos de la cámara para intensificar sus actuaciones, pero Byron va todavía más lejos y nos entrega lo opuesto de una monja: un demonio. El maquillaje es esencial para capturar esta transformación y, de nuevo, podría ser considerado una exacerbación, cuando es el producto de una interpretación: no vemos a Ruth enloquecida; vemos la percepción de Clodagh de Ruth endemoniada.

Powell, quien desempeñaba la dirección más —y mejor— que Pressburger, es el responsable de resaltar el impacto de los sentidos en el filme. Su trabajo es el de un pintor que captura no sólo las formas, los colores, la significación, sino sobre todo el movimiento y las dimensiones del mundo como un resultado de la consciencia. El abismo frente al que la hermana Clodagh toca la campana para atraer a los fieles es un símbolo de su predicamento. Cada que Clodagh enfrenta ese vacío, lo mira fijamente y después se aleja. No es sólo el vértigo el que la asombra; el pecado es idéntico porque ella cree que podría desaparecer en ambos. No es coincidencia que ahí se decida la suerte de Ruth. Los ambientes de Powell, en general, dan la impresión de un sueño donde las impresiones y los miedos son los arquitectos de un mundo abundante en asombro y revelación, que llegaron a la cima en Los cuentos de Hoffmann (The Tales of Hoffmann, 1951). En aquel filme, Powell logró crear escenarios de ensueño aun más oníricos para capturar la esencia fantástica de Jacques Offenbach. Narciso negro resulta esencial en el crecimiento de los Archers como artistas e icónica en su filmografía.

La influencia de Narciso negro aparece en cineastas como Steven Spielberg y sobre todo Martin Scorsese, cuyo estilo visual en La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) deriva de este filme. En Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), de Spielberg, la lluvia que golpea ruidosamente sobre las hojas es una cita del filme de PowellPressburger que afirma su pertinencia y su poética como un logro perdurable. Eso, claro, no evita que Narciso negro sea anticuada, pero nos invita a abrirnos a una experiencia donde se pinta con los sentidos y comprendemos la belleza de nuestras percepciones.

Narciso negro se presenta hoy y mañana en la Cineteca Nacional como parte del ciclo Clásicos en pantalla grande. Consulte su cartelera.
https://www.youtube.com/watch?v=CZRzcLK1Ar0

Twitter: @diazdelavega1

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