“Canonicemos a las putas” escribía Jaime Sabines en su famoso poema. En Plaza de la Soledad (México, 2016), la ópera prima de la fotógrafa vuelta cineasta Maya Goded, la directora se propone justo lo contrario (y a veces incluso lo logra): visitar a este grupo de mujeres de edad avanzada que se prostituyen en la plaza del mismo nombre en el Centro Histórico de la Ciudad de México, sin una mirada condescendiente y glorificadora pero tampoco sin dejo alguno de porno-miseria o fascinación por la sordidez de sus vidas.

Nacido hace diez años como un exitoso proyecto de fotografía que registraba la vida de estas mujeres  en placas tomadas a blanco y negro, Goded sintió la necesidad de regresar a la Merced no sólo para seguir en contacto con ellas sino para derribar ciertos mitos provocados por su trabajo fotográfico, entre otros, una muy criticada foto donde se ve a una prostituta de 70 años acostada con un hombre.

Así, el propósito del documental es, por un lado, hacer el registro de la vida cotidiana de las sexo-servidoras que a su edad avanzada siguen ejerciendo, pero también desmitificar su sexualidad, su derecho al gozo y al amor.

El santoral de Goded son Carmen, Lety, Esther, Ángeles, Lupe. Todas ellas de buena gana dejan entrar a la cámara, a nosotros, a los rincones de aquella Plaza que es su vida, su trabajo y su muerte. Las historias se parecen: abuso sexual, embarazos adolescentes, violencia de género, pobreza. No parecen conocer otra realidad que no sea la de la sobrevivencia y en esa arte se han vuelto maestras.

Los mitos caen uno a uno: que si las prostitutas lo hacen sólo por negocio o también por placer, que si les está negado el amor, que si una mujer de 70 años no piensa en sexo, que si son un eslabón más de la cadena machista: “Yo no vivo del machismo, vivo de mis nalgas”. Goded no se limita a retratar a estas mujeres, se da el tiempo de descubrir a los hombres que las aman, que las buscan, que les ofrecen cariño a sabiendas de su profesión. Otro mito más derribado: si existen hombres que pueden ver a una sexoservidora sin el estigma de la mujer manchada, indeseable o pecaminosa.

En este grupo de mujeres no hay falso orgullo pero tampoco culpa. En todo caso la culpa es con sus hijos, a los que siempre hubieran querido darles una vida mejor.

La complicidad es el gran ingrediente que permite que el documental funcione. Se adivina una estrecha relación entre la realizadora y las sexo-servidoras cultivada en muchos años. Hay una confianza y familiaridad que hacen que las mujeres se desenvuelvan con inusual soltura frente a la cámara. ¿Cómo saber si están actuando o son ellas al cien por ciento?

Por definición el género documental sufre de este fenómeno. Quien quiera objetividad que vaya a otro lado. Pero hay algo en esa familiaridad que termina por minar el relato. No hay una historia que contar, son muchas, es un mosaico de historias, ventanas que se abren al mismo tiempo aunque sin ritmo o un claro hilo narrativo.

Cierto, Goded no canoniza a sus mujeres, pero le es imposible no mostrar admiración, estar demasiado cerca, simpatizar con ellas. La oscuridad las rodea, tal vez por eso Goded no quiere enfrascarse en la ausencia de luz. En todo caso, lo más sorprendente de Plaza de la Soledad, es el descubrimiento de que aún en esas circunstancias, en esas historias de abuso, pobreza y violencia, estas mujeres mantienen la dignidad intacta, siendo capaces de ser felices, de reír, y de darse chance al amor, así sea del atento bolero de la esquina quien, con auténticos ojos de emoción, le echa el piropo a una Lety: "es usted una rubia despampanante".

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