En Captain Fantastic (USA, 2016), apenas segundo largometraje del actor y director Matt Ross, conocemos a Ben (Viggo Mortensen) un hombre que junto con su esposa (Trim Miller) ha decidido abandonar las comodidades de la vida moderna llevando a sus seis hijos a vivir con ellos al bosque. Ahí, Ben les enseñará a cazar animales, a leer libros de poesía, historia, matemáticas, física, astronomía, amén de ejercitarlos todos los días para estar fuertes y sobrevivir solos.

En esta utopía fabulosa, los niños están mejor preparados que si estudiaran en una escuela normal. El aislamiento de esta familia es en sí mismo una crítica permanente al modo de vida norteamericano, consumista, hipercomunicado. Viven en el desprecio de todo aquello que suene a capitalismo, resuelven todo con sus propias manos y sin esperar que nadie venga a rescatarlos. Aborrecen las religiones al verlas como un engaño colectivo. No celebran la navidad, pero si el cumpleaños de Noam Chomsky.

Con una disciplina propia de un Yoda aún más radical, Ben ha educado a sus hijos en la utopía de izquierda perfecta, tanto que si esto lo vieran los dirigentes de Morena, babearían de envidia.

Afortunadamente, el director y guionista de esta historia, Matt Ross, no se queda simplemente en el retrato de una comuna que por momentos suelta ciertas verdades sobre nuestro modo de vida consumista. Este mundo ideal se cimbra cuando la mamá, que sufre una enfermedad delicada, muere en el hospital. Esto obliga a Ben a romper el cerco y viajar junto con todos sus hijos hacia la civilización para así dar el último adiós a su esposa y confrontarse con su suegro, un rico empresario (estupendo Frank Langella) que no solo aborrece a Ben por haberle arrebatado a su hija para llevarla al bosque sino que además pretende quitarle a sus nietos para ofrecerles una vida de lujos donde nada les falte.

Este particular y sui géneris Castillo de la Pureza (Ripstein, 1973) inicia como una fabulosa provocación, cercana al cine de Yorgos Lanthimos (Kynodontas, 2009), para progresivamente irse transformando en una cinta más en el terreno del cine indie norteamericano (Little Miss Sunshine) hasta incluso coquetear un poco con la estética de Wes Anderson.

El aislamiento de esta familia de hippies posmodernos va de lo perturbador (la escena iniciática con el hijo mayor comiendo el corazón del animal que acaba de cazar con sus propias manos), a lo gracioso y lo conmovedor. El encontronazo con la civilización demuestra que a pesar de su preparación -que los hace expertos en todos los temas- los hijos de Ben son completamente incapaces de vivir en sociedad: robarán un supermercado haciendo gala de sus habilidades como estrategas, engañan a un policía haciéndose pasar por fanáticos religiosos, se ven seducidos por la posibilidad de sentarse en un restaurante y ordenar la comida en vez de cazarla y, en un gran momento de la cinta, el hijo mayor, aquel que caza bestias con sus propias manos y come sus corazones, se queda impávido al enfrentarse a la criatura más extraña e indescifrable: una chica.

Lo que parece una crítica brutal al modo de vida moderno, termina siendo en realidad una crítica a las utopías de izquierda, cuyo máximo representante, Fidel Castro, falleció recientemente. Imposible no hacer el paralelismo entre el aislamiento al que somete Ben a sus hijos y el aislamiento de la isla de Cuba a manos de ese padre sobreprotector llamado Fidel: ambos ofrecen salud y educación de primera, pero el costo de estar alejados del mundo es criminal.

De manera inteligente y con humor, el también guionista Matt Ross termina demostrando la inviabilidad de estas utopías revolucionarias. En su búsqueda de la pureza intelectual, el ascetismo resulta insostenible, igualito que en Cuba y en la isla, aunque en ese caso el final feliz se ve aún muy lejano.

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