Finalmente sucedió. Luego de tres horrendas precuelas, luego de que Disney se hiciera cargo del negocito y luego de una secuela fallida, finalmente tenemos una nueva película de Star Wars que no solo no es un fiasco sino que incluso puede ser la tercera mejor cinta de la franquicia, después de A New Hope y Empire Strikes Back.

Y con esto no estoy diciendo que el mundo necesite más allá de las tres cintas originales, pero ante el hecho inevitable de que tendremos una película nueva cada año, de aquí a que se acabe el mundo, lo menos que uno puede esperar es que cada entrega sea al menos un buen filme.

El director Gareth Edwards se sacó la rifa del tigre. Él junto con sus guionistas tenían la compleja misión de hacer una película de Star Wars en las antípodas de Star Wars, es decir, una cinta desprovista de mucho de lo que parecía definir a la saga: sin Jedis, sin batallas con sables láser, sin el logo clásico, sin las letras volando al inicio, sin Lucas y sin John Williams.

Mientras J.J. Abrams recurre al material original (las tres primeras cintas) para hacer Episodio VII (hundiéndose así en un mar de autocomplacencia), Gareth recurre a la esencia, que no está en Lucas sino en el cine de Kurosawa. Así, Rogue One es un filme sobre un grupo de marginados en una misión suicida que se mueve con en los terrenos de Siete Samuráis (Kurosawa, 1954), The Dirty Dozen (Aldrich, 1967) y The Bridge on the River Kwai (Lean, 1957).

Al carecer del factor sorpresa (todos sabemos cómo debe acabar esto), Edwards no tiene más remedio que enfocarse en crear grandes personajes, que resulten entrañables y cuyo destino nos importe. Sus siete magníficos son una galería de marginados que de inmediato se roban nuestra atención: Jyn Erso (Felicity Jones) una adolescente que va dando tumbos por la vida, encarcelada por varios delitos, hija de Glen Erso (Mads Mikelsen) el ingeniero que diseñó la Estrella de la Muerte (ahora sabemos por qué era tan estúpidamente fácil de destruir). El capitán Cassian Andor (Diego Luna con cara de enojado), un rebelde de sangre fría, un Han Solo sin el carisma ni el humor pero si con la ligereza al momento de apretar el gatillo. Para Cassian los fines se imponen a los medios al grado que aquí, sin duda alguna, él disparará siempre primero.

También está Chirrut Îmwe (Donnie Yen), una especie de monje y guerrero samurái que además está ciego. Él es un místico de la fuerza, aunque de apariencia frágil se sabe letal y exacto. Se roba todas las escenas en las que aparece. A su lado, su fiel lazarillo, el estoico Baze Malbus (Jiang Wen), armado hasta las cachas y con puntería siempre eficaz, se burla de vez en cuando de la devoción que profesa Chirrut hacia la fuerza. Su eventual conversión será conmovedora hasta las lágrimas. Luego está el desertor, Bodhi Rook (Riz Ahmed), ex piloto del Imperio que huye luego de enterarse de la construcción de la Estrella de la Muerte. Por supuesto, también hay un robot, K-2SO (voz de Alan Tudyk), un androide que podría ser el hermano cínico de C3PO. Por último, Saw Guerrera (Forrest Whitaker), un viejo guerrero cuyas ideas radicales lo alejaron de la Alianza Rebelde.

La política que describe Rogue One es interesante. La alianza se ve desorganizada y dando tumbos (igualito que la izquierda mexicana). Guerrera mismo es una crítica hacia los movimientos liberales. Viejo, con prótesis en los pies y respiración asistida con un inhalador, Guerrera parece una especie de Vader de los Rebeldes. El radicalismo crea monstruos de uno u otro bando.

El bien mayor termina uniendo a este grupo diverso, de minorías, que se enfrentará al todopoderoso imperio (esta película es la peor pesadilla de Trump) armados únicamente de esperanza, de coraje, de furia por sus vidas perdidas en una causa que no parece dar frutos.

Presentados los personajes y teniendo clara la misión, Rogue One va perdiendo piso, se mueve demasiado rápido, no da tiempo a que sus personajes respiren y se relacionen. De la noche a la mañana ya todos son grandes amigos. Es aquí donde se hace evidente el mayor problema de Rogue One. Es claro que la película que entregó Edwards era mucho más extensa y probablemente menos enfocada a la acción (la batalla espacial entre las X-Wing y los caza del Imperio es un mero show para entretener a la audiencia, pero no aporta nada a la historia).

El filme está editado con los dientes, con cortes abruptos, saltos rápidos, acelerando la historia de manera artificial. Se nota el peso de los polémicos reshoots. Se nota la intención (¿del director?, ¿de Disney?) por hacer más dinámico el ritmo. Y a pesar de ello se cuelan momentos de exposición desmedida, parloteo político y técnico que no viene al caso. No duden que en un futuro exista un “Director’s Cut” de tres horas.

Por supuesto, Rogue One se mueve con los pies de la nostalgia, pero al final esos momentos resultan mucho más eficaces y épicos que en Episodio VII. Nunca habíamos visto un Darth Vader tan letal y amenazante. Pero incluso resulta aún más sorprendente la aparición de viejos personajes que, a pesar de que quienes los interpretaban ya están muertos, regresan gracias a la magia de lo digital. El corazón se para por un minuto. El viaje de Rogue One es también un viaje por el tiempo.

Al llegar al tercer acto, los defectos parecen minucias. La batalla y su consecuencia lógica se mezclan con la nostalgia en una serie de viñetas efectivas y efectistas. EL CGI nos regresa a minutos antes de que empiece Episodio IV y esto se convierte, sin duda, en uno de los momentos más emocionantes del cine de 2016.

Edwards nos hace recordar las verdaderas razones por las que amamos estas películas. Rogue One nos devuelve la esperanza en Star Wars.

@elsalonrojo

@Filmsteria

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