Cuenta Spielberg mismo que, luego de haber dirigido Raiders of the Lost Ark (1981), su amigo Francois Truffaut le sugirió que hiciera una película desde el punto de vista de un infante,  “al fin que tú mismo sigues siendo un niño”, le decía el legendario director francés a un joven Spielberg que ya para entonces tenía el mundo a sus pies. Un año más tarde, Steven estrenaría E.T., El Extraterrestre (1982) el filme con el que empezaría a escribirse la historia de su propia leyenda como director.

A la distancia resultaba evidente que E.T. era mucho más que un relato fantástico, estábamos frente a una de sus cintas más personales, aquella donde hacía una descripción sentida y honesta de lo que Spielberg entiende por infancia: la fascinación por la capacidad de asombro y la camaradería del mundo infantil contrastada con el terror al mundo adulto, a la separación de los padres e incluso el miedo a la muerte.

Desde aquel entonces, el mundo etiquetó a Spielberg como “director que hace películas para niños”, pero lo cierto es que el subtexto de E.T. nos hablaba de un autor con temas mucho más escabrosos de lo que aparentaba: la fachada era de fantasía, pero el trasfondo hablaba de una visión agridulce de lo que implica ser un niño.

Más de treinta años después, Spielberg se hace de otra oportunidad para regresar a esos mismos temas con The BFG (The Big Friendly Giant, o El Buen Amigo Gigante, por su nombre en español), la adaptación de la novela homónima escrita por el británico Robert Dahl y publicada en 1982, el mismo año que estrenó E.T.

Sophie (la debutante Ruby Barnhill), es el clásico personaje infantil spielbergiano: una niña huérfana, solitaria, curiosa pero con la capacidad de asombro intacta. Esa misma curiosidad es la que la mantiene despierta hasta las tres de la mañana -la hora de las brujas-, y es en una de esas noches que, desde la ventana del orfanato donde vive, es testigo de una terrorífica maravilla: en la oscuridad de las calles londinenses, se esconden gigantes que pululan por la ciudad.

Al sentirse observado, el gigante secuestra a la pequeña Sophie y la lleva a su mundo, aquel donde sus congéneres suelen comerse a los diminutos humanos. Para suerte de Sophie, quien la ha secuestrado no es sino un gigante bonachón (soberbio Mark Rylance, transmutado en gigante gracias a los milagros de lo digital) que, con tal de no desatar una guerra entre su mundo y el de los humanos, opta por llevarse a la niña a su casa, aunque ello implique protegerla de otros gigantes (mucho más grandes que él) quienes si son adeptos a comer humanos.

Así, el BFG se convierte en una suerte de padre adoptivo, que no sólo intentará mantener a salvo a su pequeña Sophie, sino que le contará su secreto: el gigante amistoso gusta de cazar sueños, una actividad que también implica encontrarse de vez en cuando con una que otra pesadilla. La alegoría tiene un doble rostro: no sólo se trata del miedo sempiterno de Spielberg por la infancia rota ante la ausencia de los padres o el miedo a la muerte; también es, en cierta forma, una autoreferencia a su profesión, el coleccionista de sueños y pesadillas que los atrapa en forma de películas.

Si Minority Report (2002) es su homenaje a Hitchcock, si Munich (2005) es su versión al cine de Costa Gavras, The BFG recuerda al cine de Terry Gilliam (The Adventures of Baron Munchausen) aunque Spielberg no se decanta por la oscuridad: luego de una primera mitad casi por completo filmada en la penumbra, la segunda parte se torna en un juego absolutamente desatado y lleno de color donde todo se vale: desde ir a despertar a la Reina de Inglaterra para comunicarle sobre la existencia de gigantes caminando entre nosotros, hasta una fiesta de flatulencias dentro del mismísimo palacio de Buckingham.

Spielberg demuestra que aún está en forma, sabe arrebatarle a su pequeña protagónica una actuación melancólica para en la siguiente escena hacerla escapar de los gigantes en planos secuencia que recuerdan su otro trabajo de animación digital: Las Aventuras de Tintín (2001). Maestro de la narrativa, hace gala de una economía de recursos sin mermar en el ritmo del relato (en muy pocos minutos el conflicto se explica, los jugadores se manifiestan y el juego de sentimientos se desata). La fotografía del gran Janusz Kaminski (mancuerna esencial de Spielberg) sabe lidiar con luz y sombra mezclando sutilmente los trucos digitales: el gran gigante de Rylance junto a la pequeñita Barnhill.

La decisión de Spielberg por hacer de esto algo “demasiado infantil” es el argumento favorito de los detractores de la cinta. Cierto, no es de sus trabajos más emotivos, tampoco es su peor película (remember Hook), incluso podría extrañar lo lineal de la historia y lo medianamente derivativo del final.

Todo ello es cierto, pero también es cierto que Spielberg sigue siendo un maestro manipulador de emociones, un cineasta de recursos ilimitados, un director que puede ser varios infantes a la vez: el que juega a la aventura, el que juega con dinosaurios, o el que juega con los sueños, como el mismísimo BFG.

@elsalonrojo

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