No recuerdo en la historia reciente del cine que una película causara tanto odio como el que ha generado el remake de Ghostbusters, dirigido por Paul Feig (Bridesmaids, Spy) con guión de su autoría junto con Katie Dippold. Cual si estuvieran haciendo el remake de la mismísima Biblia, toda una horda de haters digitales inició una campaña en línea para hacer del trailer el video con más votos negativos en la historia de YouTube, se lanzaron a IMDB para escribir reviews negativos aún cuando la película ni estrenaba, y ya en el colmo de la misoginia y el racismo más rampante, le llenaron el Twitter de comentarios soeces a una de las protagonistas -la actriz Leslie Jones- donde el más tranquilo la comparaba con un chango.

Usualmente los fenómenos que suceden fuera de la pantalla no deberían de ser tomados en cuenta al momento de hacer el análisis de una película pero en esta ocasión es imposible no hacerlo: Ghostbusters es definitivamente un termómetro de la misoginia y el racismo no sólo en norteamérica sino en el mundo entero. Una comedia de fantasmas, tan inocua como cualquier otra cinta, sorpresivamente hizo surgir la peor cara de la humanidad, la faceta más infantil de la cultura nerd (los reclamos de niñatos de 30 y tantos años diciendo que esta película “arruinaría su infancia”) y una misoginia que no hace sino pensar en lo difícil que lo tiene Hillary Clinton (o en nuestro caso Margarita Zavala) en sus aspiraciones presidenciales. Nos lleva al borde de la locura que los ídolos de nuestra infancia nos los conviertan en féminas, ¿cómo reaccionaremos cuando estas dos mujeres pretendan ser presidentas de sus respectivos países?

La buena noticia es la siguiente: vi Ghostbusters y mi infancia sigue intacta, mi virilidad no ha disminuído y mi fan interno (soy muy fan de la película original) no sólo está feliz con el resultado, salgo con la misma fascinación de la primera vez: estas mujeres son simpáticas, chistosas y me hicieron revivir la emoción de cuando los cuatro chicos decidían ir por todo, cruzar los rayos y salvar Nueva York.

Nadie en su sano juicio esperaría que este remake fuera mejor que la película original, de hecho es muy superior a la segunda parte (cinta que sí terminó por arruinar la franquicia) pero tampoco le llega a los talones al segundo mejor producto emanado de esta marca: la serie animada de finales de los ochenta.

Pero hay algo que en perspectiva si logra (tal vez sin querer) la versión de Paul Feig: hacer evidente cual machista era la versión original (y el cine en general). Más cercana a las frat movies del tipo Revenge of the Nerds o Animal House que al cine de ciencia ficción, la Cazafantasmas de los ochenta presumía de un humor rasposo que no cejaba en hacer chistes sexistas a la menor provocación. Venkman (Bill Murray) era un womanizer que lo mismo se ligaba a sus becarias o se trataba de encamar a su primera clienta (Sigourney Weaver). Las mujeres en todo el contexto de aquella cinta tenían el peor de los papeles: secretarias, damas en peligro, señoras histéricas, fantasías eróticas (la escena del sexo oral fantasma...si, eso pasa en la original) y el gran final: un villano que, por supuesto, era también una mujer.

Así, ninguna de las cuatro nuevas Cazafantasmas es la versión femenina de los originales. Por más que se diga que Jilian Holtzman (increíble Kate McKinnon) es “la nueva Egon”, tanto ella como Erin Gilbert (Kristen Wiig), Paty Tolan (Leslie Jones) o Abbey Yates ( Melissa McCarthy) son personajes nuevos, originales, y con personalidades muy bien definidas.

Gilbert representa a esas mujeres que han intentado romper el techo de cristal jugando en terreno de hombres. A punto de obtener un importante ascenso dentro de la universidad donde trabaja, se viste de falda larga y saco, recatada y reprimida, buscando no parecer “demasiado sexy para los hombres”. Por su parte Yates y Holtzman hacen sus propias reglas, se dejan llevar por su instinto, aunque al final las autoridades de su universidad (hombres también) las tilden de estar locas por querer investigar fantasmas.

Los papeles se subvierten y no deja de ser interesante y hasta divertido. Los hombres en esta cinta son los “damos” en peligro, son torpes, ignorantes, gritan “como niña”, se hacen en los pantalones cuando ven un fantasma, son los villanos, e incluso uno de ellos cumple el rol equivalente a la secretaria sexy pero tonta: Chris Hemsworth, quien con su extraordinaria vis cómica (¿quién lo diría?) termina por robarse buena parte de la película. Si, en esta película que no oculta su feminismo, es un hombre el que termina por robarse muchas de las escenas.

En contraparte habría que decir que la gran protagonista de todo este show se llama Kate McKinnon. La construcción desatada y a la vez fascinante de su Holtzmann es lo mejor de la película. Ella es Harpo Marx, Jerry Lewis y el Doctor Emmet Brown pero con el sentido de la moda de una Annie Hall postmoderna. Ella hace que todo este remake haya valido la pena.

La película también hace evidente el conflicto en el que su director, Paul Feig, estaba metido. Al fin y al cabo remake, Feig tiene un pie en su visión y el otro en un intento por ser condescendiente con el fandom que -a pesar de todo- será el que pague las cuentas. De este conflicto emanan muchos de los problemas con la película, que termina funcionando mejor como sentido homenaje que como un filme original. Los cameos (todos ellos muy emotivos), las referencias y los guiños a la cinta del 84 contrastan con los intentos por innovar: desistirá en la calca de escenas y momentos clásicos (aquel emocionante montaje de los chicos cazando fantasmas por toda la ciudad), se negará a usar la canción original (la sustituye por una versión bastante mala), y en todo ese toma y daca queda fuera el personaje principal: Nueva York, cuya presencia se ve artificiosa y distante, dejando de ser un personaje más en la cinta.

Feig tiene que complacer a demasiados frentes y aunque al final no queda mal con los fans, su preocupación última es no quedar mal consigo mismo.

Como es costumbre en el cine de Feig, lo suyo es la suma de gags donde la improvisación y el esgrima verbal son los que dictan el ritmo. Los mejores momentos de la cinta son justo los diálogos entre los personajes, los peores son cuando la película exige acción. Paul Feig no sabe dirigir acción y ello es evidente rumbo al cierre, en una batalla final retacada de CGI, con estética neón como de antro acapulqueño y con el ya muy choteado agujero en el piso con una nube en el cielo y rayos alrededor al que últimamente todos los villanos del cine han recurrido (desde Suicide Squad hasta Star Trek pasando por Avengers). Aún con ello, el director sabe arrebatar algunos instantes logrados: el solo de Holtzmann en ralentí o aquel fotograma donde cuatro diminutas figuras, con un proton pack en la espalda, entran a un Times Square completamente invadido por espectros.

Aún con los defectos, el balance es positivo. La película es muy divertida, expande el universo de la marca, deja tranquilos a los fans (que no a los fanboys) y nos salva, aunque sea un poquito, del peor verano cinéfilo que hayamos vivido en años.

No es menor lo que hace Paul Feig con Ghostbusters. Aunque parezca fácil poner el mundo al revés, Hollywood tiene un serio déficit de películas donde las mujeres sean algo más que damas en peligro. Aquí las chicas son universitarias, ingenieras, científicas, todas ellas inteligentes e incluso más arrojadas que los propios hombres. Feig ofrece cuatro role models para toda una generación de niñas que no quiere jugar con muñecas ni tampoco quiere ser rescatada por un príncipe, al contrario, prefieren equiparse, ponerse el uniforme y salir a rescatar el mundo.

@elsalonrojo

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