En 1996, gracias al alemán ya para entonces profundamente hollywoodizado, Roland Emmerich, mi generación aprendió el placer por la destrucción gracias a una secuencia que, de tan icónica, se volvió sinónimo de “efectos especiales” en el cine: la Casa Blanca volando en mil pedazos a causa de un rayo que caía del cielo proveniente de una nave espacial alienígena que la sobrevolaba.

Ya no había nada sagrado ni intocable, una blasfemia hasta entonces tan inocente como excitante, la suma de todas las paranoias resumida en una sola imagen: el enemigo del exterior (en este caso del espacio exterior) haciendo añicos el corazón de Estados Unidos, no respetando nada y a nadie.

El final de una era: Independence Day fue de las últimas películas plagadas de efectos especiales donde casi ninguno de ellos era generado por computadora. Una época donde unos cientos de miniaturas lo resolvían todo sin necesidad de máquinas, ceros y unos. Simplemente grandioso.

Remake tecnologizado y patriotero del clásico War of The Worlds (La Guerra de los Mundos, Haskin, 1953), la cinta presumía de malos diálogos, grandes efectos especiales y un desdén absoluto por las leyes de la física (o de la ciencia en general), pero sus logros estaban en otra parte, principalmente en hacer de la destrucción masiva un gran show y de la lucha contra los aliens un videojuego de navecitas. Space Invaders con algo parecido a una trama.

Sería de necios no aceptar que la película era, en términos generales, una gran tontería, llena de lugar comunes, un nacionalismo exacerbado, un sensacionalismo desquiciado y un tono casi de telenovela… pero funcionaba, y funcionaba porque su encanto estaba en esa grandilocuencia naive, en el desparpajo, en la valentía bravucona de la destrucción indiscriminada y absoluta.

Veinte años después llega la secuela. No sólo llega tarde, llega rebasada por algo más que la tecnología o el paso del tiempo: a esta cinta la ha rebasado la historia. Si las imágenes de la Casa Blanca o el edificio Chrysler explotando eran sorprendentes, a partir del 11 de septiembre de 2001 se volvieron recordatorios cotidianos del horror y la barbarie humana. La repetición constante de aquella imagen -las Torres Gemelas de Nueva York en caída libre luego del ataque terrorista de dos aviones- nos hizo poco sensibles a la destrucción.

Hoy día no hay película de superhéroes o blockbuster veraniego que no vuele a diestra y siniestra edificios, manzanas o ciudades enteras. El placer por la destrucción se ha desvanecido ante las posibilidades infinitas que ofrece el mundo digital.

Luego entonces la principal arma de Independence Day: Resurgence, fue neutralizada hace 15 años. ¿Cómo pensaba Emmerich volvernos a sorprender?

It’s bigger than the last one”, dice Jeff Goldblum mientras una nave del tamaño de medio continente aterriza en el planeta tierra. Y es justo esa la estrategia a seguir: más es más. En este nuevo Día de la Independencia la fórmula es aún más derivativa: repetirlo todo, pero esta vez más grande, más denso, más tonto.

La trama es obvia: los aliens regresan, armados hasta las cachas y con naves gigantescas a un planeta tierra que ha sabido adoptar algo de la tecnología alienígena de hace veinte años. Algunos viejos conocidos también están de vuelta: Jeff Goldblum, Bill Pullman, Judd Hirsch. Otros si leyeron el guión antes y no aceptaron regresar, como por ejemplo Will Smith.

El resultado es un desastre, pero no como el que la película hubiese querido: si antes los efectos eran en miniaturas, hoy todo pierde encanto mediante el uso excesivo de la pantalla verde y la computadora, si antes había un piloto estrella (Smith), hoy hay dos (Liam Hemsworth y Nicolas Wright) absolutamente intrascendentes y olvidables, si antes había titipuchal de aliens, ahora llega uno del tamaño de tres veces King Kong, si antes los diálogos eran malos, ahora son una completa idiotez. Y así por el estilo.

Acaso lo más divertido en todo este caos es identificar el robo: Emmerich trata de robar a Starship Troopers, a Close Encounters, a San Andreas (!), a Armaggedon; además de una insistencia malsana por tratar de emular ciertos momentos y gags de Jurassic Park (el contador que no entiende nada y termina en medio del caos hasta el mítico espejo retrovisor con todo y bestia persiguiendo).

Por supuesto, no esperábamos nada de esta secuela, o en todo caso esperábamos lo mismo que la primera tan atinadamente lograba dar: un tono entre película tipo B pero con presupuesto, un patrioterismo chacotero, delirante paranoia, escenas de destrucción sorprendentes. Emmerich y su tropa de guionistas (cinco, lo cual explicaría el porqué esto no tiene ni pies ni cabeza) crean un amasijo grandilocuente, desarticulado, pleno en diálogos intrascendentes, actuaciones irrelevantes (¿qué hace ahí Charlotte Gainsbourg?, por un momento pensé que tendría sexo con el general africano haciendo bonita referencia a Nymphomaniac) y secuencias de acción que se tornan mecánicas: alguien prende el Photoshop y todo se ve y se siente igual que en cualquier otra película de acción.

Justo cuando pensamos que Batman v Superman sería lo peor del año, Emmerich nos sorprende entregando su peor película en mucho tiempo. Esto es lamentable porque si bien el hombre no sabe sino hacer películas malas, siempre lo hacía con cierto encanto y desparpajo que a la larga terminaba siendo disfrutable (si, incluso su versión chabacana de Godzilla).

Pero esa mezcla de ingenuidad, heroísmo y humor, no está presente aquí. Vamos, esta cinta es tan poco efectiva en su propia paranoia que incluso la escena cumbre -aquella destrucción masiva de Londres- palidece ante la realidad: resultó más temible y estremecedor el resultado del Brexit que cualquier alien que Roland Emmerich pudiera aventarle hoy a los británicos.

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