En Titus, la épica shakesperiana dirigida por Julie Taymor en 1999, un niño de unos diez años juega con sus soldaditos en la mesa del comedor. La batalla es épica, la sangre (de catsup) corre, los ejércitos de juguete se enfrentan sin piedad. De improviso, gracias a una elipsis (artificiosa pero efectiva), el mismo infante se encuentra ahora en el Coliseo, los ejércitos que antes eran de plástico se tornan en humanos reales mientras que el niño -asombrado- se vuelve mudo testigo de una batalla legendaria.

Aquel inicio en Titus bien podría ser el inicio del más reciente tanque diseñado para arrasar la taquilla llamado Civil War. La película -y lo digo como halago- es un elaborado juego de niños donde pareciera que algún infante es la mano que mueve todas las decisiones argumentales persiguiendo un único objetivo: el que (casi) todos los superhéroes del universo cinemático de Marvel se confronten -para deleite del respetable- en una batalla campal de varias pistas, harto CGI pero (y he ahí la clave del éxito) también con mucho, mucho humor.

La película se puede dividir en tres. En el primer tercio (el menos logrado y de hecho bastante aburrido) se plantea el conflicto: los Avengers son señalados por el gobierno a partir de sus recientes batallas (en Avengers 1 y 2) donde la destrucción masiva ha tenido trágicas y considerables bajas “colaterales” (eufemismo para decir que su indolencia ha matado civiles). Un hecho a todas luces imperdonable, cuantimás para un superhéroe.

Así, el gobierno plantea un acuerdo donde las acciones de estos superhumanos estén bajo la dirección estricta de las Naciones Unidas. Tony Stark (Robert Downey Jr., ya en automático) y su sentimiento de culpa apoyan el acuerdo mientras que el Capi América (Chris Evans, que no deja el gimnasio desde 2012) se opone al gobierno y su iniciativa (¿quién lo diría? yo siempre pensé que el Capi era de derecha) al interpretarla como una coerción a sus libertades básicas. El conflicto está en la mesa y aunque siempre queda la sensación de que podrían hablarlo un poco más y ahorrarse los trancazos, ello resultaría menos espectacular por lo que ambos bandos se enfrentarán irremediablemente.

Sin la espectacularidad y la amplitud del combate en Manhattan de la primera Avengers (2012), los hermanos Russo deciden hacerse la vida fácil: sacrifican el manejo de los espacios (ya sea por torpeza o decisión asumida) para hacer de la gran pelea un circo de varias pistas, en un aeropuerto convenientemente vacío, con pocas tomas amplias que muestren la amplitud del conflicto y que -cual niños en parque de diversiones- ambos bandos tiran tantos golpes como chistes y one-liners (muchos de ellos a cargo de Spider-Man) , al grado que incluso se toman su tiempo para hacer un homenaje (francamente logrado y hasta con retro chiste millenial) a “esa película vieja” llamada Empire Strikes Back (1980).

Rumbo al último tercio, uno pensaría que ya todo está acabado, pero es justo cuando los motivos del “villano”, el Barón Zemo (Daniel Brühl, probablemente el único actor en el set), se revelan. Y esto no es menor. Acaso esta sea la primera vez que un supervillano (al menos en el universo Marvel) sea simplemente un tipo con un plan. No hay superpoderes, no hay trajes de spandex, no hay risas macabras: simple y llana venganza.

Resulta imposible no comparar esta cinta con Batman v Superman (Snyder, 2016). Ambas películas en el fondo son lo mismo, manejan los mismos temas y los mismos traumas: la responsabilidad de los superhéroes con la sociedad y el trauma por la pérdida (siempre trágica) de los padres. Pero Marvel (muy en su estilo) sabe alejarse de la solemnidad e inyecta humor. Eso hace toda la diferencia.

El conflicto, aunque pueril, está aquí mucho mejor estructurado. Cuando en el tercer acto Rogers y Stark se enfrentan, la pelea es mucho más intensa, mejor justificada y con más ímpetu y ritmo que aquella en el bando de DC. Curiosamente ambas se empatan visualmente y ambas tienen en su cénit el reclamo por los padres muertos.

Pero superar al incapacitado no debiera ser mérito. El mérito si acaso es que, a pesar de estar superpoblada, los hermanos Russo saben administrar bien los muchos personajes que aparecen en pantalla (una nómina abultadísima que incluye desde Scarlett Johansson hasta Jeremy Renner pasando Paul Rudd y un pobre Paul Betanny que se la pasa de sweater y con la cara pintada de rojo… lo que hay que hacer para comer), tener buen ritmo, privilegiar el humor y mantener las cosas simples. Todo ello en un guión bastante flojo (la necesidad de tantos letreros explicando dónde y cuándo estamos es señal inequívoca de problemas estructurales...o de cierta flojera argumental) que no descubre el hilo negro ni revela inspiraciones profundas (los directores declararon que la cinta estaría influenciada por El Padrino y Se7en… no veo de dónde).

Y es que por más que la crítica norteamericana quiera poner esto al nivel de Spider-Man 2 (una de las mejores cintas de superhéroes en la historia del género) o tildarla simplemente de “la mejor película de superhéroes jamás hecha”, lo cierto es que esta pieza adolece de lo mismo que casi todas las películas de esta nueva ola de superhéroes: cierta seriedad impostada (aunque en este caso muy bien resuelta) y una falta absoluta de consecuencia. Uno esperaría que esta supuesta “guerra” tuviera bajas, pero la cultura nerd está peleada con la muerte. Los niños juegan con soldaditos en el parque y la sangre es de catsup; cuando mamá llame a cenar todo terminará en risas y un apretón de manos.

Esto, más que una película, es un juego de niños: muy bien elaborado, muy bien resuelto e irremediablemente divertido. El cine puede ser también un patio de juegos y, en ese tenor, Civil War es el mejor juguete con el que podrán jugar este verano.

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