La más reciente cinta del siempre irregular Ron Howard parece un despropósito absoluto: se trata de la historia real del Essex, un barco ballenero que en 1820 zarpó de Nantucket, Massachusetts, y que fue destruído por una gigantesca ballena blanca, dejando a la deriva y en pleno altamar a toda su tripulación. Este hecho es el que supuestamente inspiró a Herman Melville para escribir su obra maestra: Moby Dick.

¿Qué caso tiene filmar el hecho real cuando Howard bien podría filmar la leyenda -mucho más épica y culturalmente relevante- de Moby Dick? La respuesta pareciera darla el propio Howard al inicio del filme: esta historia es en realidad la de una rivalidad entre dos hombres.

Y es que Howard parece haber encontrado a últimas fechas un leitmotiv mediante el cual su cine se aleja del clásico espectáculo hollywoodesco edificante (Apollo 13, A Beautiful Mind, Cinderella Man) para mejor centrarse en historias sobre rivalidad masculina que terminan siendo mucho más honestas y definitivamente más interesantes. De hecho, sus mejores películas (aquellas que ni parecen dirigidas por ese Ron Howard tan complaciente al que estábamos acostumbrados) son precisamente filmes sobre un par de individuos que se enfrentan: Niki Lauda y James Hunt en la magnífica Rush (2013) o Richard Nixon y David Frost en la mejor cinta de su filmografía: Frost/Nixon (2008).

Los rivales en este caso son un par de marineros, el experimentado, ambicioso y carismático primer oficial del Essex, Owen Chase (Chris Hemsworth) y aquel que a base de nepotismo le arrebataría la posición de capitán, el arrogante George Pollard (Benjamin Walker).

Así, quien busque en esta película el simbolismo, las alegorías, la obsesión y la épica del Moby Dick de Melville, saldrá terriblemente decepcionado.

Pero no hay que juzgar una película por lo que pudo o debió ser sino por lo que es. Estamos pues frente a una cinta de aventuras, filmada con gran destreza técnica, con efectos visuales por demás efectivos (aunque demasiado reconocibles por nuestros ya experimentados ojos en aquello de los efectos por computadora), en una estructura narrativa que nos remite un poco al Titanic de James Cameron: la historia es en realidad una serie de flashbacks que un avejentado y algo amargado tripulante del Essex, Thomas Nickerson (Brendan Gleeson), le narra a regañadientes (y previo pago) a un Herman Melville (interpretado por Ben Whishaw) en búsqueda de una historia para su nueva novela.

Howard describe con solvencia y cierta fascinación a la sociedad de Nantucket de 1820, donde la vida y destino de sus habitantes giraba alrededor de las ballenas,su caza y la posterior extracción de su aceite, único combustible que en ese entonces mantenía iluminadas ciudades enteras. El mar era una mina de oro, pero para extraer el preciado combustible había que luchar con bestias gigantes, las más grandes de todo el reino animal.

Ya experimentado en el uso de los efectos por computadora, Howard nos sitúa en la primera línea de esta extraordinaria embarcación para hacernos vivir el proceso de persecución y caza de los enormes cetáceos en una de las secuencias mejor logradas de toda la cinta, gracias a la magnífica fotografía de Anthony Dod Mantle y la edición precisa a cargo de Daniel P. Hanley.

Por supuesto, en algún punto la película de aventuras se transformará en una cinta de supervivencia, cuando el Essex tope de frente con la furia inclemente de la naturaleza en forma de una gigantesca ballena blanca; y  es aquí donde habría que reconocer cierta madurez en Ron Howard.  A diferencia de Ridley Scott y su pueril pero exitosa The Martian (por mencionar a otro náufrago reciente del cine), aquí no habrá gracejadas, aquí el peligro se siente, la desesperación se contagia, pero sobre todo, Howard se muestra consecuente y honesto: si bien al final no pierde oportunidad para mostrar cierta moraleja (el tan mentado “triunfo del espíritu humano”) al menos esto no sucede sin que haya sangre, muerte y sudor de por medio.

In the Heart of the Sea (terrible título que parece más de novela de Corín Tellado) es la menor de esta trilogía sobre masculinidades que se enfrentan, pero es también un entretenimiento efectivo, inteligente, emocionante y bien hecho, que demuestra a un Ron Howard menos complaciente, más consecuente con sus historias y en definitiva un mucho mejor cineasta que el que conocíamos de antaño. Vamos, ya hasta dirige mejores cintas que Ridley Scott.

Twitter: @elsalonrojo

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