De menos a menos, ese es el arco final que traza la saga cinematográfica de Hunger Games, basada en la muy exitosa trilogía literaria escrita por Suzanne Collins y que en su translación al cine fue forzada artificialmente a convertirse en cuatro películas, siguiendo al pie de la letra uno de los trucos más sucios de Harry Potter: aquel que duplica las ganancias estimadas de una cinta convirtiendo en dos partes lo que bien podría narrarse en una sola.

Y es que, en la muy mercantilista decisión de contar el final en dos partes, es que esta saga encuentra su muy particular y pantanoso Waterloo; para muestra, simplemente hay que ver esta última entrega, The Hunger Games: Mockingjay Part 2.

El inicio de la saga, allá por 2012 (The Hunger Games, Ross), era un muy colorido y excesivo ejercicio que en su grandilocuencia provocaba la más de las veces algo de sueño y demasiado desinterés. La sátira distópica de la cual presumía era demasiado básica (el estado totalitario manejado por un sólo individuo, el malérrimo presidente Snow) y la violencia bastante edulcorada, ello para así mantener la clasificación que asegurara la entrada a la mayor cantidad de adolescentes posibles.

No obstante lo anterior, la película fue un éxito rotundo, incluso sobrepasando las expectativas del estudio quienes, en los hechos, no esperaban que pasara demasiado con aquella película. El futuro de la saga estaba garantizado, habría más cintas de Los Juegos del Hambre.

La segunda parte (Hunger Games: Catching Fire, Lawrence, 2013) se veía beneficiada por mejores escenas de acción, pero se mantenía como una oportunidad desperdiciada, planteando escenarios interesantes pero no haciendo nada con ellos: no es una crítica al totalitarismo, no pone en evidencia a los reality shows, no comenta nada sobre la brutalidad intrínseca de su trama y tampoco le interesa decir algo sobre la alienación del individuo ante los medios; es simplemente una novela para adolescentes.

La tercera parte (que debió ser la última) es la más interesante de todas al encerrar dentro de sí una idea poderosa (o que al menos resulta novedosa viniendo de una saga que nació como un reemplazo de Twilight): la revolución nace a partir de ideales, pero se alimenta de mercadotecnia. Aquí, la protagonista y revolucionaria Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence ya en papel de superestrella y con un Oscar bajo el brazo) es convertida en un medio de propaganda para la causa.

La revolución -dice este film- se fragua en los estudios de televisión, con pantallas verdes, maquillaje, vestuarios, photoshop y emotivos discursos que hagan de la lucha algo atractivo. La revolución sí será televisada.

En los hechos, Hunger Games: Mockingjay part 1, es un filme mutilado, que bien pudo ser un gran cierre para la saga pero se queda en una especie de coitus interruptus cuando luego de dos horas cae la guillotina para prometer un desenlace “increíble” en la siguiente película.

Aquel final épico jamás llega. Si en la entrega pasada era notorio el abultamiento de diálogos para cumplir con la duración y justificar una segunda parte, lo que vemos en este nueva y última entrega es un hastío absoluto: diálogos acartonados y pretendidamente profundos, tomas oscuras, un ritmo denso y en exceso solemne, y una que otra escena de acción como para no dejar, o al menos provocar con ello que el público se despierte.

El tan cantado final se asemeja demasiado a lo que sucedía con la revolución en Bananas (Allen, 1971), o en cualquier revolución latinoamericana, dirán los más cínicos: una vez derrocado el dictador, el nuevo gobierno toma el poder y pierde la cordura. Previsiblemente, estará en Katniss  la responsabilidad de hacer algo al respecto, o de seguir siendo una botarga que representa a una revolución tan vacía como sus comerciales. He ahí otra idea poderosa que esta saga plantea pero no desarrolla.

El saldo por supuesto es negativo y frustrante. El tan esperado cierre resulta en una cinta completamente anticlimática, soporífera, y que además presume de un improbable y muy cursi final digno de una telenovela, que además deja en entredicho el supuesto subtexto feminista de la trilogía original.

Así termina finalmente una franquicia que nació siendo un éxito comercial inesperado, y termina -contra todo pronóstico- con una película predecible, anticlimática, incluso innecesaria pero que además comete el peor pecado que puede cometer filme alguno: ser terriblemente aburrida.

Twitter: @elsalonojo

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