El problema de llevar un clásico de la literatura al cine es que nunca se le hará cabal justicia a la obra original, siempre habrá algún aspecto que en el proceso de adaptación resulte omitido o imposible de plasmar, teniendo como reacción inmediata la sensación de estar frente a un destilado incompleto del original.

El fenómeno se hace aún mayor cuando se trata de un libro con una relación tan estrecha entre el lector y la obra. Es el caso de El Principito, texto seminal para muchos lectores (entre los cuales me incluyo) y que en la mayoría de los casos representa uno de los primeros libros de la infancia, pero que incluso en la vida adulta adquiere de un nuevo significado. Pocas obras han construído una relación tan única e irrepetible con sus lectores como aún ocurre con El Principito.

Es tal vez por ello que el director Mark Osborne (Kung Fu Panda, 2008) optó no por la adaptación directa del clásico de Antoine de Saint-Exupéry, sino que se decide por una tarea aún más interesante: contagiar la experiencia que podría ser, para un niño, descubrir por primera vez la lectura de El Principito.

En este caso se trata de una niña -probablemente no mayor a los 12 años- cuya frustrada y controladora madre se ha dado a la tarea de planear, meticulosa y enfermizamente, las horas y los días de su pequeña hija con la intención de prepararla para entrar a una prestigiosa escuela que garantizará el futuro brillante que toda madre querría para sus hijos.

Esta familia de dos (sus padres están divorciados) recién se ha mudado a un suburbio donde todas las casas son exactamente iguales, con el mismo color gris y los árboles podados perfectamente en forma rectangular. Su casa se sitúa justo a lado de la única vivienda que sale de los convencionalismos: una casa de madera con árboles que crecen a capricho, aves y un viejo aeroplano tendido en el patio.

El dueño de esta pintoresca casa, y vecino de la pequeña niña, no es otro sino el aviador del libro original, aquel que de niño dibujaba boas digiriendo elefantes y que los adultos veían como simples sombreros. Aquel que a los seis años abandonó su deseo de ser pintor para volverse un simple adulto. Aquel que cuando estrelló su nave en el desierto del Sahara conoció a un extraño personaje que le pedía, con voz infantil pero obcecada, le dibujara un cordero.

Así, el viejo aviador no puede obviar la imagen de esta niña, encerrada en un estudio, con la mirada fija en los libros, cuyo futuro está ya predefinido y con una lámpara de luz fría como única compañía. Por ello, el viejo decide contarle su historia, que no es otra sino la historia de El Principito.

Esta cinta en realidad son dos. La primera, ya descrita, es una animación por computadora, bien hecha, funcional, pero premeditadamente fría en el trazo, carente de personalidad y donde el gris lo permea casi todo. La segunda cinta es aquella que sucede en la imaginación de la niña al momento de leer los pasajes que sobre El Principito, su viejo y excéntrico vecino le va enseñando.

La belleza absoluta ocurre en esos pasajes, donde -con toda congruencia- la película abandona la frialdad numérica y precisa de la computadora para convertirse en una hermosa cinta de animación cuadro por cuadro que emula los dibujos originales de Antoine de Saint-Exupéry con personajes construidos mediante papel maché y animados a mano.

En este vaivén entre pasajes del libro original y la historia de esta niña que descubre otro mundo a través de las páginas de la literatura, se encierra un mensaje básico pero poderoso: un grito de rebeldía. En ese sentido, esta película evoca otros ejercicios animados como The Wall (Parker, 1982), aquella pieza basada en la música de Pink Floyd y que también, muy a su modo, gritaba rebeldía en un mensaje que bien podrían compartir ambas cintas: We don’t need no education, we don’t need no thoughts control….

La película sufre un tropiezo rumbo al tercer acto, cuando el argumento -escrito a cuatro manos por los guionistas Irena Brignull y Bob Persichetti- comienza a especular sobre el destino final del Principito: ¿qué habrá pasado con él?, ¿vive aún en el asteroide B 612?, ¿el cordero se habrá comido la flor? El ritmo de la película se rompe y el objetivo cambia, convirtiéndose en un juego de What If?, más cercano a la idea de una secuela que al de un sentido homenaje al libro original.

“El problema no es crecer, es olvidar…”, olvidar que alguna vez fuimos niños de imaginación desbordada, sin ataduras ni compromisos. Mark Osborne cumple al entregar un sentido, emocional, muy inspirado y conmovedor homenaje fílmico a la obra de Antoine de Saint-Exupéry. Una cinta que encierra un contundente mensaje de rebeldía a través del ejercicio de la memoria y la imaginación.

Google News

Noticias según tus intereses