Los founding fathers de Estados Unidos se esforzaron en crear un eficiente sistema de pesos y contrapesos que afianzara la democracia e impidiera la tiranía. Sin embargo, el sistema vigente desde que se aprobó la Constitución en 1787, está sufriendo la embestida antidemocrática de Donald Trump. Robert Reich, recordando al desequilibrado Jorge III que perdió las 13 colonias de Norteamérica, lo llama el nuevo “rey loco”. Richard Evans habla de la “locura del Rey Donald”, el premio Nobel de economía, Paul Krugman, lo considera un emperador traidor rodeado de cortesanos tontos e ignorantes, y algunos historiadores lo comparan con Guillermo II, cuya vanidad, excentricidad y ambición condujo a Alemania a la Primera Guerra Mundial. Otros estiman que su patológico ego es similar al de Luis XIV que decidió que “el Estado soy yo”, o al del megalómano Napoleón. Yo lo equiparo a nuestra Alteza Serenísima, Antonio López de Santa Anna, cuyas veleidades, narcisismo, populismo y carencia de brújula moral le costaron caro a México.

La reciente reunión del G7 en Quebec y el encuentro con Kim Jong-un confirmaron la folie de grandeur de Trump que daña los intereses de EU, la gobernanza global y la seguridad internacional. Absurda e injustificadamente confrontó a los representantes de grandes democracias que son las más cercanas y poderosas aliadas de EU; incluso abogó por la readmisión de Rusia e insultó a la más fiel de todas: Canadá. A pesar de que EU fundó el G7 (en 1973 en el gobierno de Reagan), lo sumió en su más grave crisis. Por el contrario, sostuvo un cálido y publicitado encuentro con el anacrónico dictador norcoreano, aunque para ello rebajó a la superpotencia al nivel de un país oprimido, subdesarrollado y periférico. El conclave fue importante porque nunca lo habían realizado los líderes de ambas naciones, pero solo obtuvo vagas promesas de una eventual desnuclearización de la península coreana sin mayores precisiones ni garantías. A cambio, Trump ofreció suspender los ejercicios militares conjuntos con Corea del Sur —sin consultarlo con Seúl—, y contó con el pretexto para orquestar una sonora campaña mediática por su “gran triunfo diplomático”. La ultraderechista y aduladora cadena televisiva Fox, en un revelador lapsus estúpidus pidió el Nobel de la Paz para quien concertó el encuentro entre “¡dos dictadores!” Explicablemente algunos sugieren que, como repudia a los demócratas “débiles” y admira a sus semejantes autoritarios “duros”, debería crear un nuevo G7 integrado por dictadores y autócratas como su nuevo amigo norcoreano, el filipino Duterte, el zar Putin, el sultán Erdogan, el israelí Netanyahu, el emperador chino Jinping, el rey saudita Abdulaziz, etcétera.

Las causas por las que Trump fue elegido son entendibles, pero no así las razones por la que alguien considerado como un peligroso “rey loco” plagado de escándalos y acusaciones de todo tipo, permanece en el poder. Paul Krugman responsabiliza de ello a los congresistas republicanos que, “inmovilizados por venalidad y cobardía”, le permiten “traicionar a América” en lugar de asumir sus responsabilidades constitucionales. Igualmente, a sus cortesanos que, más que “expertos” en los temas que manejan, lo son en el arte de la adulación y la servidumbre que les permite conservar sus puestos. Los demócratas también comparten la culpa por su pasividad, ya que desde las elecciones se han quedado totalmente pasmados. El Premio Nobel concluye que, si Trump no deja la presidencia por renuncia, por impeachment o porque los republicanos sean derrotados en la elección de noviembre, la nación que hemos conocido “estará acabada.”

Internacionalista, embajador de carrera
y académico

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