Hace unos meses se mudó al departamento de arriba del edificio en el que habito una mujer extranjera. Lo primero que hizo fue enviarnos a los vecinos una carta para presentarse y hacernos saber lo interesada que estaba en conocernos.

Durante las primeras semanas, nos sonreía y sacaba conversación si topábamos con ella. Cada día iban apareciendo muy ordenadamente en el basurero las cajas vacías en las que había traído sus objetos personales y apareció también, parada muy derechita junto a la reja, su bicicleta.

Con el paso del tiempo, la señora fue copiando los hábitos de los demás. La cortesía desapareció por completo hasta el punto en que difícilmente saluda, deja la basura en cualquier parte y la bicicleta está puesta de tal manera que impide a los demás pasar.

Este cambio me hizo recordar al estudioso Phillip Zimbardo, quien ha mostrado el peso de lo que llama “las corrosivas influencias de las poderosas fuerzas situacionales”: “Las personas no son figuras solitarias que actúan en el vacío, sino que interactúan con otras que pueden desde influir en ellas hasta cambiarlas radicalmente”.

Esto podría parecer banal, pero no lo es. Según Jacqueline Olds y Richard Shwartz, en la trivialidad aparente del ejemplo radica su importancia porque “son las pequeñas elecciones cotidianas que la gente realiza las que tienen un efecto acumulado”. Y así sucede que ciertos comportamientos se van convirtiendo en norma sin que siquiera nos percatemos de ello. Por ejemplo: no respetar a los demás o agandallar.

Hace unos días un grupo de personas bebía en la vía pública de una colonia residencial al sur de la CDMX. Un vecino, harto del escándalo, llamó a la policía. La patrulla que llegó fue recibida con insultos y violencia (¡le dieron un machetazo a un agente!) y cuando se llevaron a la delegación a los agresores, la familia y amigos acudieron en masa a insultar a los agentes y destruir las oficinas.

¿En qué momento los mexicanos decidimos no respetar a nadie, sentirnos dueños del planeta Tierra y pensar que podemos hacer lo que nos venga en gana, cuando sea y donde sea?

Ha sido un proceso sembrado de pequeñas acciones que parecían banales, pero que se han ido acumulando.

En efecto, un día sí y otro también, sabemos de vecinos ruidosos o que agandallan espacios públicos sin importarles los demás. Y, un día sí y otro también, sabemos de la agresividad con que se recibe a la autoridad cuando se aparece a tratar de resolver la situación.

Y eso se ha vuelto cada vez peor. De aquella madrugada en que unas mujeres salieron de un bar, se subieron a su camioneta y arrancaron sin obedecer la luz roja del semáforo y cuando un policía las detuvo su reacción fue insultarlo y hasta golpearlo, a cuando un grupo de personas robó una tienda y se llevó electrodomésticos y todo el vecindario se enfrentó a la policía armado con palos y piedras para defenderlos. Del caso individual al caso social en unos cuantos meses.

Pero lo importante es que la sociedad no parece condenar a los agresores. Y más todavía: muchos los defienden, como vemos en el caso de Coyoacán. Y hasta terminan justificándolos y acusando a los policías.

¿Qué nos pasa? ¿No debería ser al revés y que fueran los que cometieron los desmanes quienes se tuvieran que disculpar? ¿No deberían ser los parientes y amigos quienes se debían avergonzar por el comportamiento de los suyos? ¿No deberíamos obedecer las reglas básicas de convivencia social y de respeto al prójimo y a la autoridad?

Pero es que a la sociedad mexicana, que mucho habla de los derechos humanos, le falta aprender que eso no es algo que solo debe hacer la fuerza pública o los funcionarios, sino también los ciudadanos. También nosotros tenemos que respetar a los demás, incluidos los que visten uniforme. Para no hablar de que no deberíamos apoyar a los delincuentes, así sean nuestra familia.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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