Rompe el corazón ver a tantas personas que peregrinan a la casa de campaña del presidente electo para pedirle que les haga el milagro de ayudarles y resolverles sus problemas. Allí están durante horas haciendo cola muy formaditos, cargando documentos y pancartas.

Y digo que rompe el corazón porque uno se percata de lo mucho que significó el triunfo de AMLO para darle a millones de mexicanos una esperanza, pero también de la enorme soledad en que estamos los ciudadanos de este país, que a nadie le importamos, y que nunca nos resuelven nada y entonces cada quien tiene que ver cómo ingeniárselas para resolver sus problemas.

Allí están los que piden que se les ayude a encontrar a un familiar desaparecido o a sacarlo de la cárcel, a conseguir un empleo o ayuda para cobrar algún pago que alguien les debe, para tener casa o lugar en la escuela para sus hijos o entrada en algún hospital y hasta un señor que asegura querer comprar el avión presidencial.

Y están también los que van en grupo a pedir mercados para artesanos de comunidades indígenas, foros para discutir la siembra o no de tal o cual grano, apoyo para los trabajadores de la extinta Ruta 100, jubilados que quieren cobrar sus pensiones pues después de cotizar toda su vida, ahora no se las dan, personas a las que les robaron sus ahorros, damnificados de algún fenómeno natural como inundaciones o sismos y hasta quienes piden cancelar las corridas de toros o darle importancia al yoga o a la gastronomía.

Pedirle al gobierno es la única manera que conocemos los ciudadanos para conseguir lo inconseguible. Cuando López Obrador fue jefe de Gobierno de la CDMX, el periodista José Gutiérrez Vivó lo invitaba cada cierto tiempo a su muy escuchado programa de radio, para que “informara” de lo que había hecho y el público diera sus opiniones. Él estaba dispuesto, dijo entonces, a la revocación de su mandato si los ciudadanos así lo consideraban.

Pero a nadie le interesaba eso, lo único que todos querían era aprovechar la oportunidad para hacer solicitudes muy concretas: que tapen este bache, que recojan la basura, que nos cobren menos por la luz, que manden pipas de agua.

Recurrir al presidente no es algo nuevo. En tiempos de Benito Juárez y de Porfirio Díaz incluso les mandaban cartas a sus esposas para ver si ellas podían interceder: a Margarita le pidieron que no fusilaran a Maximiliano y a Carmelita que abrieran el camino al pozo de agua.

En tiempos de Miguel de la Madrid la Presidencia abrió una oficina para que se entregaran esas solicitudes y hasta el día de hoy, existen las oficialías de partes que reciben las peticiones de los ciudadanos, algunas veces las atienden, y muchísimas quedan para siempre en el cajón.

Los mexicanos siempre hemos tenido la esperanza de que el poderoso, si se entera de nuestras cuitas, nos va a ayudar a resolverlas. Y algo de verdad hay en ello. Hace unos años conocí a una mujer, madre soltera de tres hijos, que no pudo faltar a su trabajo un día en que el jefe de Gobierno fue a su colonia. Y luego se enteró de que las que sí asistieron al mitin, recibieron casas y, a ella, por no estar presente a la hora de las porras, no le tocó nada.

Pero, sobre todo, de López Obrador se espera que sea Santa Claus, porque le ha prometido mucho a muchos. Y porque puso por delante a los pobres y se dirige a ellos de manera muy cordial y su carisma es enorme, de modo que las personas están seguras de que es sincero y sí les va a responder. Y él por su parte ha dicho que no les va a fallar.

Por eso es tan impresionante lo que está sucediendo afuera de su casa de campaña, en las calles por donde pasa su automóvil y en sus mítines, por tantas personas que lo quieren ver y tocar y entregarle peticiones. Ni en la Basílica reciben tantas, ni al Muro de los Lamentos de Jerusalem la gente lleva tantos papelitos con solicitudes y rezos.

Escritora e investigadora
en la UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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