Le pregunté a un prestigioso encuestólogo si se llegó a imaginar un triunfo de esta magnitud: “ni yo, y ni siquiera López Obrador”, me respondió sin dudarlo un instante. Y es que ganó la Presidencia pero también las gubernaturas de cinco de nueve estados, incluida la Ciudad de México, las Cámaras de Diputados y Senadores, y 18 Congresos locales, entre ellos, los 12 estados que gobierna el PRI. De paso apachurró —para ser precisos— a por lo menos tres partidos como el PRD, el Verde, el Panal y mandó a terapia intensiva al PRI y al PAN. Así que si el 1º de julio produjo un shock en la mayoría de los mexicanos, debe incluirse por supuesto al propio Andrés Manuel.

Y la actividad frenética que ha seguido a ese domingo también ha sido descomunal e impensable hasta hace poco: reunión con los más ricos del país; con la IP organizada en el Consejo Coordinador Empresarial, luego los industriales de Concamin y los comerciantes de Concanaco; acercamientos con calificadoras e inversionistas. En suma, una orquestada ofensiva para conjurar los demonios sueltos de los mercados y el tipo de cambio. Añádanse los encuentros con mister Pompeo, de la Casa Blanca, la reunión con la Conago y la presentación en Sociedad que de él hará el presidente Peña Nieto en la cumbre de la Alianza del Pacífico de Vallarta y tendremos una vorágine que ya no cabe ni siquiera en los medios de comunicación. Vamos, que ni Obama.

Una actividad enfebrecida que ha desatado la admiración de sus seguidores y las más diversas críticas de sus detractores, que se quejan sobre todo de que al gobierno lopezobradorista le faltará un elemento “sustancial en la democracia”, los multimencionados contrapesos. Que ciertamente López Obrador no tendrá dado su avasallamiento electoral. Por lo menos no de manera sistemática como desde el 97, en que el PRI dejó de ser partido hegemónico y todopoderoso, al perder la mayoría absoluta en el Congreso. Ahora el “riesgo” es paradójico: que sistemáticamente diputados y senadores de mayoría morenista digan que sí a cuanta iniciativa les llegue del Palacio Nacional, de Tlalpan, La Roma o de donde quiera que vaya a vivir y despachar el futuro presidente.

Por ello, el reto primigenio de Andrés Manuel López Obrador será gobernarse a sí mismo: atemperarse en sus reacciones: cuidar sus palabras; reflexionar sus decisiones; limitar sus promesas; darse sus tiempos; seguir siendo él, pero empezar a ser el otro; el que ha generado una expectativa gigantesca, como no se había dado en la historia de este país; entender que tendrá todo el poder pero no podrá gobernar solo; que habrá de corresponder a sus seguidores; pero tendrá que respetar a sus adversarios; que escuchará a sus críticos; que considerará a las minorías; condescender sin renunciar; delegar sin descuidar; seguir en las redes sin enredarse.

Pero, sobre todo que, si quiere ser un buen presidente, debe ser grande en la victoria, sin arrogancias sobre los perdedores. Y con el entendimiento de su formidable liderazgo, pero también con la cabal comprensión de que su victoria es la suma de 30 millones de voluntades. Y que esto han de entenderlo sus colaboradores a quienes no puede tolerar soberbias. Y que ya podría ir despidiendo a los inútiles cortesanos que cuando pregunte “qué hora es” le contesten: “la que usted quiera señor presidente”.

Periodista. ddn_rocha@hotmail.com

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