Cuando llegué a la Organización de las Naciones Unidas en 1979, recibí como prioridades la independencia de Palestina, Namibia, Belice, República Árabe Saharaui y Puerto Rico, este último caso fue desapareciendo de la agenda e incorporándose el de Timor Oriental. En todos ellos bregamos y casi todos los ganamos. La cuestión Palestina ha sido, hasta el presente, la más compleja. Ejemplifica el fracaso de la ONU para resolver problemas que ella misma creó y que se encuentran en la esfera de su jurisdicción. Desde hace 70 años, en la resolución 181 de la Asamblea, se aprobó la creación de un Estado judío y otro árabe en ese territorio pero, a pesar de que el año siguiente, se proclamó el Estado de Israel, no se ha otorgado el mismo trato a su contraparte.

La guerra árabe-israelí significó la ocupación de tres cuartas partes del territorio palestino. En 1967 ocurrió la Guerra de los Seis Días que significó el desplazamiento de dos millones de habitantes, así como la toma de la península de Sinaí en Egipto y un trozo de las alturas del Golán en Siria. En noviembre, Naciones Unidas adoptó la resolución 242, que exigió el retiro inmediato de los territorios árabes ocupados y reiteró el derecho de los dos estados a vivir “dentro de fronteras seguras y reconocidas”. En 1978 se celebraron los Acuerdos de Camp David, con la mediación del presidente Carter; en ellos se estableció la paz entre Egipto e Israel y se iniciaron negociaciones para la desocupación de Siria y Jordania.

La historia de los asentamientos israelíes en esos territorios, las dos intifadas y las graves agresiones sucedidas desde entonces, han contado con la pasividad de la organización mundial y la complicidad de grandes potencias, primordialmente los Estados Unidos. El no reconocimiento de Palestina como miembro pleno de la organización se basa en el argumento de que los sectores más extremistas del gobierno israelí y Hamás se niegan a ello. Se asume que es una guerra circular e interminable: la doctrina Netanyahu, según la cual el objetivo es precisamente que no tenga fin. La aceptación de la guerra inevitable, diametralmente contraria a los propósitos de paz y seguridad internacionales, que son el fundamento de la ONU.

La decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel por el gobierno de Trump, representa un desprecio afrentoso contra el derecho internacional. El colonialismo puro y duro, que desdeña la capacidad nuclear de Irán y complica todas las relaciones políticas en la región. Los países de la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), acordaron el martes en Estambul, en desafío simétrico, reconocer a dicha ciudad como capital del Estado Palestino, responsabilizando al gobierno norteamericano de cualquier repercusión que su decisión ilegal pueda provocar. La actitud de Washington implica una invasión a la esfera competencial de los órganos de la ONU, principalmente el Consejo de Seguridad, del que depende Jerusalén en su calidad de ciudad universal. La propia Corte Internacional de Justicia ha dicho que Israel se ha convertido en Potencia Ocupante.

Erdogan, en nombre de la OCI, afirma que la decisión arbitraria de Trump anula décadas de política de los Estados Unidos sobre el estatus de la ciudad dividida, que alberga los sitios más sagrados del judaísmo, el cristianismo y el Islam, lo que “retrasa la posibilidad de recomponer las relaciones entre las dos naciones y recuperar la paz en Oriente Medio”. Esta actitud fue calificada por el presidente turco como “una clara deserción del gobierno estadounidense de su rol como mediador, para convertirse en un atizador del conflicto árabe-israelí”. “Trump el incendiario”, como ya se le llama en previsión de que acabe desestabilizando el mundo.

Existen instrumentos efectivos para doblegar la belicosidad israelí y para moderar al gobierno palestino. Shimon Peres, Premio Nobel de la Paz, llegó a pensar en un tratado de asociación y libre comercio entre Israel, Palestina y Jordania, y asentó enfáticamente que “los judíos no nacieron para gobernar otro pueblo”. Se escucha el silencio de México, promotor indiscutible de la descolonización de los pueblos.

Comisionado para la reforma política
de la CDMX

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