El impacto abrumador de una mayoría nacional consolidada en torno al Presidente López Obrador pareciera borrar el pasado que la hizo posible. La historia es el único referente valido de los fenómenos que ocurren en la sociedad y en el poder. En 1970 Salvador Allende, 18 años después de haber iniciado una larga disputa por la transformación de la realidad chilena, dijo que “el costo de luchar a contracorriente es alto, pero la recompensa de servir a la patria trascenderá en el porvenir de nuestro pueblo”. Frase que se aplica a la larga marcha que iniciamos en México —octubre de 1986— cuatro años más tarde de que se iniciara la deriva reaccionaria de Miguel de la Madrid. El propósito era despertar la conciencia progresista del partido en el gobierno y recuperar para sus militantes el derecho a competir en los procesos internos. La abolición del “dedazo” fue el mensaje central.

Nuestro empeño era rescatar los valores esenciales de la Revolución Mexicana frente al avallasamiento de las doctrinas y prácticas neoliberales. La corriente que encabezamos prolongaba los movimientos disidentes de las décadas anteriores: obreros, campesinos, estudiantiles, cívicos y populares. Planteamos un cambio desde el poder. Éramos indiscutiblemente miembros de la clase gobernante. Cuauhtémoc desde su prosapia hereditaria y consecuente, Ifigenia Martínez por su solvencia en la búsqueda de la igualdad y en mi caso por haber simbolizado durante años el ala izquierda del gobierno. La ruptura se precipitó merced a la rebeldía social generada por la abstención cobarde del Ejecutivo nacional frente al sismo de 1985.

Ante la negativa arrogante del partido hegemónico para aceptar en su interior controversias ideológicas y procesos libres, articulamos el Frente Democrático Nacional y decidimos competir por los cargos de elección popular comenzando por la Presidencia de la República. La reacción de la derecha gobernante y de la burocracia partidaria fue feroz y desmesurada. Provocaron, sin saberlo, el proceso más profundo de democratización del país que apenas acaba de culminar. Corrieron desde entonces dos historias paralelas y contrapuestas: la de quienes bregamos por profundizar el proceso democrático y la de aquellos que se aferraban a sus privilegios. Así, los tres decenios transcurridos se caracterizaron por una polarización del país: de una parte protestas, mítines, marchas, negociaciones electorales y programas de reforma integral del Estado —que ocuparon todas las plazas del país y los resortes de la consciencia democrática—, por la otra pactos secretos entre las fuerzas económicas dominantes, concretadas en el contubernio PRIAN.

No nos amedrentamos frente a la recurrencia de los fraudes electorales, sino los combatimos en todos los terrenos nacionales e internacionales. No pudimos modificar las nefastas tendencias hacia la concentración del ingreso, la desigualdad, la aberrante corrupción y la escalada de inseguridad precipitada irracionalmente por un gobierno de alternancia encabezado por Felipe Calderón. La tenacidad y la convicción animaron nuestro esfuerzo, a pesar de traiciones y defecciones que se expresaron finalmente en el llamado “Pacto por México”.

Hoy el país es otro porque finalmente la conciencia histórica de los mexicanos nos dio la razón. Aún nuestros peores adversarios de ayer se suman o pretenden hacerlo al proyecto del futuro. Lo que viene será fruto de la preservación de una mayoría nacional que no implique concesiones indebidas. Es claro que el 2 de julio se enterró el ciclo neoliberal. Abolir sus consecuencias no será fácil, pero es nuestro mandato. Lo que está en juego esencialmente es el fin de un periodo histórico más largo que se remonta a un siglo. Esa es la definición del nuevo consenso nacional. El sentido de la Cuarta Transformación del país y de la instauración de la Cuarta República Mexicana.

Comisionado para la reforma
política de la Ciudad de México

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