Decía Balzac que detrás de la fortuna está el crimen y detrás de la podredumbre de las instituciones, el dinero de la corrupción que aceita al sistema. Pareciera el retrato preciso de la realidad mexicana, pero prueba también que en todas partes se cuecen bandidos. El dinero es sin duda el cáncer de la democracia. Ésta trasladó la legitimidad política de las antiguas monarquías a una soberanía popular que ha sido manipulada —casi siempre— por los poseedores de la riqueza, con la excepción de los períodos revolucionarios que a la postre generan nuevas clases dominantes y nuevas burocracias (la circulación de las élites a la que aludía Pareto).

En la conmoción francesa de 1789 los Estados Generales se componían por el clero, la nobleza y la burguesía emergente que asumió con el tiempo el papel de la vieja aristocracia. Los regímenes europeos del siglo XIX estaban fundados en el sufragio censitario, por el que sólo los varones mayores de 25 años y poseedores de cierta fortuna tenían derecho al voto y a ocupar los cargos públicos. Más tarde se suprimió el sufragio indirecto que coagulaba al estamento gobernante y, a la vuelta de la centuria, se concedió gradualmente el voto a las mujeres e irrumpieron los sindicatos en el escenario político.

A pesar de la ampliación de la base electoral y de las luchas de clase, brutalmente cercenadas, el poder fue ejercido por el capital y acrecentado por su expansión mundial. Es innecesario relatar la historia de los países de la periferia en donde los colonizadores fueron reemplazados por los criollos enriquecidos. Como diría el clásico: “la oligarquía nunca pierde y cuando pierde arrebata”. Por añadidura, la socialdemocracia que pretendía reformar al socialismo, acabó atenuando al capitalismo y al mismo tiempo se volvió su cómplice.

Ciertamente la Guerra Fría se construyó sobre la incompatibilidad de dos sistemas económicos, pero ninguno de ellos logró abolir las desigualdades. Después de la caída del Muro de Berlín, todo ha sido “coser y cantar” para la expansión del capitalismo, con la excepción de muy pocos bastiones comunistas y del régimen mixto que encarna China. La última de las globalizaciones ha profundizado las relaciones de dominación e implantado el ciclo neoliberal: el más desigual del que tengamos memoria.

Este período ha impulsado una revolución política silenciosa. El estamento político sigue ocupando generalmente los cargos de representación y de administración pública, pero ya no detenta el poder. Son redes de intereses nacionales y transnacionales —llamadas poderes fácticos— las que influyen sobre las determinaciones de los Estados.

Existen casos patológicos como el de México, complicado por la voracidad de la clase dirigente y la ausencia de un Estado de Derecho. No solamente se ha borrado la frontera entre el crimen y la autoridad, sino entre lo público y lo privado. Una transición democrática malograda desarticuló al aparato gubernamental, generó la refeudalización del país y convirtió al dinero en el factótum de los procesos electorales. Para colmo, abolió el concepto del Estado-nación. Todo intento político de reconectar con la base social y revertir esa alienación es tachado automáticamente de “populista”.

Enrique Peña Nieto se autodesignó como el mejor organizador de elecciones en el país. Tiene razón, porque en los últimos años las ha dominado saturándolas de inmundicia. Emulando al fundador de su dinastía, Carlos Hank, pregona que un político pobre, es un pobre político —frase digna de figurar en la antología de la honestidad—. Formado en las finanzas de su estado natal, se especializó en transferir recursos públicos a las campañas políticas, utilizar armas bancarias —como Monex y Soriana— para comprar y coaccionar el voto y pactar contratos multimillonarios con empresas como Odebrecht para corromper la política en México. Como gobernador apoyó de la misma manera campañas para gobernadores en 10 estados, de los cuales 6 ahora son convictos o investigados por la justicia. La delincuencia política florece en el país de la impunidad.

Ahora pretende endilgarnos a J.A. Meade, quien fuera ejecutor de sus turbias operaciones. Extraña que un candidato con 18% de preferencias asegure que va a triunfar en los comicios, hay que evitarlo para salvar a la República.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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