En la Unidad Allan B. Polunsky, una ais- lada prisión del Departamento de Justicia en Texas, 10 mexicanos esperan turno en un pequeño edificio al que llaman “el infierno”. El nombre oficial es Death Row o fila de muerte. Es aquí donde terminan quienes han sido condenados a recibir una inyección letal como castigo por sus crímenes. Hoy la lista suma 252, entre ellos 10 originarios de estados como Zacatecas, San Luis Potosí, Chihuahua y Estado de México, entre otros.

Al final de la fila hay una cama. Es una plancha metálica sostenida por un tubo al centro. Encima tiene una colchoneta blanca, una almohadilla y cinco cinturones de seguridad. Al lado derecho sobresale otra camita del tamaño de un brazo, con otra cinta de seguridad al centro. Si uno hubiera de acostarse en ella sus ojos quedarían frente a un invasor micrófono colgado del techo y a un lado una cámara de seguridad. A los pies, colgado en lo alto de los ladrillos verde pistache está el reloj que marca la hora de ejecución. Al lado izquierdo una ventana donde el único paisaje que se puede ver es el reflejo de uno mismo acostado en la plancha metálica.

Hoy, Estados Unidos es el único país que practica la pena de muerte en todo el hemisferio occidental: una herencia de la ley inglesa y continuada hasta antes de la Declaración de Independencia. Desde 1846 hasta el año pasado varios estados del vecino país han abolido la pena de muerte por considerarla inhumano. Texas lo hizo por algunos años, hasta 1976, cuando se decidió que volvería a ser una práctica. Desde entonces y por mucho ha sido el estado más activo en ejecuciones de reos.

Anteriormente, al mexicano César Fierro —el primero en formarse en la fila de la death row tejana en 1980— le hubiera tocado sentarse en una silla, amarrarse un casco, colocarse unas gomas en los dientes y morir electrocutado. Desde 1976, cuando Texas reinstaló la pena de muerte para castigar el homicidio calificado, la práctica más común ha sido la inyección letal: una mezcla de barbiturato que paraliza el cerebro, paralítico que bloquea los transmisores neuromusculares y cloruro de potasio para terminar con la vida del reo. A pesar de que Fierro fue el primero en ser condenado a pena capital en 1980, otros han desfilado primero mientras él continúa a la espera.

En Estados Unidos son 31 estados que permiten la pena de muerte y 19 que la han abolido entre 1887 -como Maine- y Nebraska el año pasado. En total son hasta hoy 2 mil 959 reos que esperan la pena de muerte en el vecino país. 60 de ellos nacidos en México, el número más alto de extranjeros en la pena capital de Estados Unidos. Para darse una idea, el siguiente en la lista más numerosa de reos extranjeros condenados a pena de muerte es Cuba con 9 connacionales.

De éstos 60, 40 se encuentran en California, sin embargo muchos de ellos con posibilidad de apelación o sin fecha de ejecución. En Arizona hay dos mexicanos esperando la inyección letal, igual en Oregon. En Florida, Georgia, Nebraska, Nevada, Ohio y Pensilvania hay un mexicano por estado.

Pero quienes realmente peligran son los 10 en Texas, el estado con mayor actividad de ejecuciones en Estados Unidos. Tan solo de 1976 a 2015 solo Texas y Virgina han ejecutado a mexicanos: 10 en el primero y uno solo en el segundo.

El primero en llegar

A Sergio le dicen el Visco. Así lo bautizó su hermano mayor por la desviación de uno de sus ojos. Es un hombre delgado, de cara larga, ex ladrón, ex adicto. Vende cigarros y chicles sobre la Avenida Gómez Morín en Ciudad Juárez. Se apellida Fierro y tiene a su hermano en la lista de espera de la muerte en Texas.

“Carnal, te estoy esperando a que salgas y, pues claro, sólo tú y yo, ya nomás, pues nos falta la central, la número uno, la jefa, que en paz descanse. (…) Como te digo, te estoy calmando para irnos para allá para el sur, a Puerto Vallarta, al mar, y viajar como antes. ¿Te acuerdas, carnal? Después anduvimos juntos en Arizona y Nuevo México, y Califas (…) Wacha carnal, los tiempos han cambiado y muchas cosas aquí, pero lo que nunca cambiará es el amor”. Esa fue la última carta que envió Sergio el año pasado a su hermano César Fierro, condenado a muerte en Texas desde 1980 por el homicidio de un taxista en El Paso.

De acuerdo con el reporte policial, César abordó un taxi que lo llevaría de El Paso a Ciudad Juárez el 27 de febrero de 1979. Cuando iban en camino, el mexicano sacó un arma calibre 357 y disparó a la nuca de Nicolás Castañón para luego robarle un reloj, la cartera y una chamarra. El taxi apareció después en Ciudad Juárez y el cuerpo en un parque en El Paso, Texas.

Sin embargo, a Sergio no le cuadra la historia: “Mi carnal no fue. Él se echó la muleta para que no se chingaran a mi amá y a mi hermana”, cuenta El Visco, de 57 años.

Uno de los agentes investigadores que llevaron el caso de Fierro en Texas fue el estadounidense Medrano. Fue el encargado de dar con el testimonio de un adolescente que terminó por identificar a Fierro como el homicida.

“Entre el agente Refugio Ruvalcaba, de la Judicial en Ciudad Juárez, y el agente Medrano se inventaron esa historia. Ruvalcaba fue el que encargó torturar a mi mamá y mi hermana, y Medrano nomás le enseñó una fotografía al chamaco y luego luego dijo que él era”, explica Sergio, cansado de repetir la historia.

Medrano murió en 1994, dejando una carta en la que confiesa que durante la detención de Fierro en El Paso recibió notificación de la tortura de la madre y la hermana del hoy condenado.

Hoy, Sergio y César son los únicos que sobreviven. Los únicos que conocen la verdad. Sin embargo, a César le parece cada vez menos importante. Lo que importa en su presente es que terminen con la pesadilla. A César Fierro le han llevado hasta la cama de ejecuciones 17 veces, todas falsas alarmas, lo que para varios defensores de derechos humanos tejanos es tortura sicológica.

La Death Row mexicana

A pesar de que no se utilizó desde 1937 para un civil y en 1961 para un militar, la pena de muerte en México fue abolida oficialmente hasta 2005. A diferencia de Estados Unidos, México utilizaba el método de fusilamiento para las penas capitales.

En 2005, durante el primer Informe de Ejecución del Programa Nacional de Derechos Humanos, el entonces presidente Vicente Fox dijo que “este día quedará grabado en la historia nacional como aquel en el que México se unió a los países que tienen en el respeto a la vida uno de sus más altos derechos”.

De acuerdo con registros históricos, el último ejecutado por la ley mexicana fue el soldado José Isaías Constante Laureano, en 1961, en Coahuila.

El registro rescatado por el Diario Vanguardia cita: “José Isaías Constante Laureano estaba completamente embriagado y con su fusil mató a dos de sus compañeros, cuyos nombres eran Cristóbal Granados Jasso y al subteniente de infantería Juan Pablo MaDobecker”.

Constante Laureano fue fusilado al ser declarado culpable por insubordinación y asesinato, con 28 años de edad. Según el archivo, el joven soldado pidió al pelotón de fusilamiento que no le vendaran los ojos “porque quería morir viendo el alba”.

A las 4:30 del 9 de agosto del mismo año, José Isaías Constante Laureano fue llevado al paredón de la Sexta Zona Militar en Saltillo para recibir la orden: Preparen, apunten, fuego.

Irónicamente, a casi 50 años de distancia del último ejecutado, el entonces gobernador de Coahuila, Humberto Moreira —detenido y liberado recientemente por las autoridades de España por lavado de dinero— buscó reinstalar la pena de muerte en México a secuestradores, asesinos o mutiladores en el contexto de la guerra contra el narcotráfico.

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