Monterrey

Prepárate bien, porque este día va a ser duro: esta mañana buscarás restos humanos en un cerro que Los Zetas usan como cementerio clandestino y la única protección que tendrás son tres policías armados de una corporación local que los vecinos creen infiltrada por cárteles.

Tu viaje empieza en el centro de Monterrey con las madres y padres de la organización Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León (FUNDENL), quienes entrarán a narcoterritorio con varillas, palas y picos, porque se han cansado de esperar por meses a que el Ejército quiera acompañarlos. Hoy, sus aliados son los padres y madres de desaparecidos en Coahuila que han fundado el Grupo VIDA, quienes enseñarán a los neoleoneses cómo encontrar rastros humanos en los cerros, especialmente a los que rodean el municipio de Santa Catarina, el semillero de sicarios que quemó el Casino Royale y mató a 52 personas.

Viajarás en la camioneta de Julio Oliva, quien busca a su hija Karina, desaparecida desde enero de este año. Su auto es el último de una caravana de seis, que a las 8:25 horas enfila hacia la carretera que conecta con Saltillo. En el camino, te contará que entre 2010 y 2014 esta ruta era intransitable para ciudadanos y policías, porque todo lo controlaban “los malitos”. El fotógrafo con el que viajas asentirá: hace tres años, un par de colegas suyos quisieron retratar el paisaje de la zona y en minutos varios zetones los rodearon, los golpearon y los dejaron medio vivos, sólo para que llevaran el mensaje a la prensa de que nada debían hacer por ahí.

“Aquí nomás se circulaba de día y sin voltear a ver a nadie, porque te mataban de noche o si parecía que andabas curioseando”, dirá Julio, “lo que vamos a hacer hoy no se podía hacer. Y bueno, hoy tampoco, pero andamos en grupo”.

Después de una hora de anécdotas de terror, la caravana parará al pie de los cerros de La Huasteca, kilómetro 92 de la carretera, donde el letrero marca el arroyo seco San Francisco. Este es el punto donde buscaremos, anunciarán los padres, porque aquí se hallaron los supuestos 116 huesos de Brenda Damaris, hija de Juana Solís, quien vino a buscar más restos de su hija; también se ha elegido este lugar porque los chiveros y vaqueros de la zona confiaron a los activistas que por aquí pasan camionetas atiborradas de muchachos que luego bajan sin gente.

Descenderás de la camioneta y verás a los padres y madres extender una manta con las fotografías y nombres de sus familiares, tomar aire con un gesto descompuesto, como si pensaran para sí mismos: “¿En qué momento mis días se convirtieron en esto?”, rezar la oración para los secuestrados, gritar “¡vivos los queremos!” y abrazarse. Entonces tomarás, junto con ellos, picos y pilas, y mirarás la punta del cerro mientras suplicas en silencio que a ningún jefe de plaza se le ocurra venir por el grupo.

Silvia Ortiz, la madre de Fanny Sánchez, es la líder de la búsqueda. Es una veterana con 11 años de experiencia, los mismos que lleva esperando el regreso de su hija, presuntamente raptada por un zeta coahuilense apodado Chuyín. Ella enseñará a los 16 integrantes de la búsqueda que hay que usar guantes de látex y cubreboca, dividirse en parejas y esparcirse a lo largo de la falda del monte, dejando tres metros de distancia entre ellos para caminar en zigzag, “jamás en línea recta, porque se examina menos”, rumbo a la cima.

Iniciarás la búsqueda, primero, de basura como colillas, latas de cerveza o atún, cucharas, cualquier evidencia de que en este cerro —que ninguna familia usaría para acampar— hubo personas. Probablemente serán las huellas del paso de sicarios locales como El Mataperros, El Comandante Pelón o El Locote y sus secuestrados. Al encontrar esos desechos, actuarás conforme la guía de Silvia: tomarás tu varilla y la clavarás alrededor de la basura; si no se entierra, seguirás tu camino, pero si se hunde con facilidad es porque hay tierra recién removida y es probable que estés pisando una tumba clandestina.

Entonces, chiflarás. “¡Aquí hay algo!” “¡Eh, tierra fresca!” “¡Traigan palas!”. Por un momento, padres y madres se pasmarán. Pasarán saliva por una garganta seca por el calor húmedo de la zona. Alguien llegará con herramientas para remover plantas y tierra, y verás a Letty Rivera, madre de Roy, desaparecido en enero de 2011, meter las manos al monte y preguntar: “¿Esto es piedra caliza… o dientes humanos?”

Si en ese momento pudieras entrar al Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, encontrarías que el gobierno mexicano reconoce, hasta este día de búsqueda, 26 mil 636 ilocalizables en el país. Cinco días después, la cifra crecerá a 26 mil 749; es decir, un nuevo caso al ritmo promedio de hora. Y si pusieras a cada uno de esos casos en un mapa, hallarías que la emergencia está al norte: los seis estados que rozan a Estados Unidos concentran —hasta el 5 de noviembre de este año— a 13 mil 27 desaparecidos, mientras que los cuatro estados fronterizos al sur apenas 448.

En la frontera norte, Nuevo León es el segundo estado con más desaparecidos, con 2 mil 203, sólo superado por los 5 mil 519 de Tamaulipas. Para dimensionar la tragedia del suelo que pisas, debes saber que todos los casos de Michoacán (mil 71), Guerrero (mil 5) y Morelos (109) se quedan cortos frente al total de neoleoneses ausentes.

Subirás entre piedras resbaladizas por la brisa, plantas con espinas que arañan tu cara y los tobillos, serpientes que se mueven bajo tus pies y rocas que tienen escrito con marcador Chemos, una pandilla de zetitas de Santa Catarina. Escalarás con los familiares de los desaparecidos Alejandro, Gino, Kristian Miguel Ángel, entre otros. A éste último lo busca su hermano de 14 años, Ramiro Lara, el mejor detective del grupo: por allá encontrará unos tacones, más allá unos zapatitos de bebé, arriba piedras salpicadas de sangre humana y más adelante una cadena de hierro a la altura de unos jeans rotos de mujer, una blusa rasgada y calzones de hombre.

“Luego nos dicen [los policías ministeriales] ‘no suban tanto a los cerros, allá no hay nada, los sicarios son huevones’. ¡Están pendejos!, los sicarios no cargan a las víctimas, las obligan a caminar hasta la cima, las hacen cavar sus tumbas, las ejecutan, las meten y se quedan allá arriba a drogarse sobre los cuerpos”, protestará Silvia.

Sentirás calor, frío y lluvia. Pero nadie se detendrá en cinco horas de búsqueda. Incluso, las madres menos atléticas no descansarán; bajarán a la sima para hacer el lonche, dar de comer a los buscadores, cargar energía y volver a subir.

Buscarás, junto con Laura Delgado, madre de Carlos Alberto Fernández —desaparecido desde abril de 2011—, un ojo de agua que dicen los pobladores que es una alberca de cuerpos. Cerca de ahí conocerás a don Benjamín, un hombre solitario que cuida un paraje en el monte, quien confesará que en las noches se escuchan el llanto y las súplicas de gente que es tableada hasta morir. Para que no quede duda de su palabra, regresará a su choza y te mostrará la licencia de conducir de un chico de 19 años, de apellidos “Garza Treviño”. “Si este muchacho andaba por aquí, ya debe estar muerto”, sentenciará.

Porque en este monte nomás la muerte se pasea sin cuotas, dirán los policías que según te cuidan: cuando Monterrey vivía sus días más violentos por la disputa de Los Zetas contra el Cártel del Golfo y los de Sinaloa, los uniformados veían desde lejos destellos en lo alto de este cerro y mentían a la gente diciendo que era una fogata. Todos sabían que era una pira de llantas en las que los zetones quemaban a rivales, comerciantes que no se dejaban extorsionar y niños y adolescentes que se negaban a trabajar con ellos.

“¡Traigan palas!”, sonará por los radios de comunicación de los coahuilenses. “¡Encontraron una tumba clandestina!” y correrás por el monte hasta desagües oscuros, caminarás medio kilómetro entre maleza cerca de Santa Catarina y encontrarás a tus demás compañeros de búsqueda apuntando a una cruz de madera encima de unas piedras apiladas en medio de la nada, con un nombre genérico: Antonio Alvarado.

Llamarás a los peritos de la Procuraduría regia, pero llegarán sin bolsas para trabajar; luego, a cuatro agentes del Ministerio Público, pero te dirán que no tienen facultades para investigar si ahí hay una osamenta. Un policía de esas corporaciones, supuestamente infiltradas por el crimen, dirá algo que no sabes si es consejo o amenaza: “¿Y si están ustedes en propiedad privada y luego yo tengo que llevármelos detenidos?”

Para calmar los ánimos de los padres y madres, las autoridades dirán que es probable que se trate de un migrante; horas después sabrás que en Santa Catarina Los Zetas ni siquiera dejaban hacer funerales a los familiares de los ejecutados, así que muchas veces enterraban a sus hijos en el monte, a la mitad de la noche, esperando no ser los siguientes en morir.

La FUNDENL exigirá que se levante un oficio paraque las autoridades indaguen esa tumba. Porque estas madres y padres no sólo buscan a los suyos. Buscan a todos. Aquí puede haber gente de Tamaulipas, Sonora, Veracruz, Guerrero, dirá Letty Rivera, “y si mi Roy está allá, quiero que haya gente buscándolo en otros estados”.

Verás que la tarde oscurece. A ratos, sólo escucharás las pisadas de los padres, el viento que mece los arbustos y la electricidad que corre por los cables. Sentirás miedo, porque tú no sabes quiénes son “los malitos”, pero ellos seguramente ya saben quién eres tú. Querrás salir pronto de ahí, así que respirarás aliviado cuando las madres y padres digan que ya, que se acabó, que es mucho riesgo estar ahí tan tarde, que afortunadamente no hay osamentas completas, pero sí objetos recogidos con la esperanza de que aún se pueda conocer el ADN.

Todos subirán a la camioneta, pero a punto de que el grupo se vaya habrá una última parada: un montículo de tierra fresca a la orilla de la carretera. Bajarán con picos y palas. Enterrarán la varilla y se hundirá con facilidad. Entonces escarbarán, y para horror de todos saldrá un olor a azufre. Entonces Silvia encajará con más fuerza su varilla y olerá la punta. “Hay que oler, m’hijo, porque luego, luego sabe uno. Si huele a carne podrida, es uno de los nuestros”. Pero nada, no hay cuerpo. Y no sabrás si eso es buena o mala noticia.

Será hasta ese momento que notes que el monte está tapizado de mariposas muertas. Nadie sabrá decirte por qué, pero al despedirte del lugar no podrás evitar recordar al policía que dijo que aquí la muerte no paga cuota para entrar. Y si es cierta esa frase, será cierta otra: que los sicarios que habrían vigilado a distancia al grupo vieron el mensaje: “Mientras no te entierre, te seguiré buscando”, escrita en el reverso de las playeras de los buscadores, el lema con el que viven cientos de familias de Nuevo León.

Viajarás de regreso a Monterrey por una hora. Bajarás de la camioneta. Te despedirás de las madres y padres, y antes de irte te harán una promesa: volveremos a esos cerros y encontraremos a todos los que el narco enterró, porque tarde o temprano nuestros desaparecidos deberán regresar a casa.

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