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Don Miguel Victoria ha sido testigo y acompañante de cinco generaciones en su propia familia desde que nació en 1914. A lo largo de un siglo completo tuvo siete hijos, de los cuales viven cinco. Tiene 10 nietos, nueve bisnietos y es tatarabuelo de Azul, de un mes de nacida, y de Luna, de dos años.

En mayo pasado cumplió 102 años. Nació a unos meses de que en Europa se gestara la Primera Guerra Mundial y en plena Revolución Mexicana, durante el conflicto entre convencionalistas y constitucionalistas.

Nació en la primera década del siglo XX, el mismo año que Octavio Paz y María Félix, entre otros personajes. También entraba en servicio la primera aerolínea en el mundo; se instauraba la jornada de ocho horas laborales; el ejército y la Marina de Estados Unidos ocupaban el puerto de Veracruz; se transmitía el primer comercial en televisión y se realizaba la primera transfusión de sangre en el mundo.

Huérfano de padre y madre, a los 12 años quedó a cargo de su tía Alejandra, pero al poco tiempo quiso irse a Orizaba, Veracruz, a “probar suerte, salir del pueblo y ampliar horizontes. Yo no quería quedarme en el campo; mis padres se dedicaban al comercio y yo también quería hacerlo”, narra a EL UNIVERSAL, lúcido y con una copa de tequila entre las manos.

Desde los 25 años, don Miguel toma un caballito de tequila todos los días. “¡Una copita nada más a la hora de la comida!”, dice mientras cuenta parte de su historia.

“En principio viví en condiciones de pobreza y explotación laboral. Mi tía me encargó con un médico farmacéutico que me pagaba cinco pesos al mes, pero nunca me dio mi sueldo, sino que lo guardaba. Yo era su mozo, me daba albergue y alimento, pero no me dejaba usar ni huaraches ni zapatos. Me mandaba a traer hielo, las medicinas, los artículos que necesitaba para su laboratorio, pero siempre descalzo. Así fue durante dos años; me trataba como esclavo, hasta que un día le dije que necesitaba mi dinero para irme”.

Fue entonces, y a pesar de la oposición de su empleador, como Miguel Victoria, de 16 años, tomó sus zapatos, se calzó y viajó más allá de la Mixteca Alta de Oaxaca hacia la Ciudad de México. “De algún modo mi jefe me ayudó a ahorrar”, admite. Sólo contaba con dos años de estudios de primaria, una maleta y 120 pesos.

Comenzó a vender ropa en la calle y su primera proveedora fue una inmigrante de origen judío. “Ella me enseñó el arte del regateo y de los precios”. Sería amigo y compañero de empresarios judíos en el país y en el extranjero por su desarrollo como comerciante.

Durante muchos años trabajó para empresarios textiles judíos y con ellos aprendió el oficio del comercio, al que aún hoy le dedica tiempo: trabaja todos los días en la tienda de su hija Luisa Eugenia, de 62 años. Lo hace de 10 de la mañana a dos de la tarde, aproximadamente. “Para mí es fundamental salir a la calle, caminar por mí mismo, estar activo, sentir el sol y trabajar. Así lo he hecho a lo largo de mi vida, que ya es larga”, dice sentado en un sillón y con un libro de Nietzsche a su lado.

“El abuelo siempre fue un buen lector y amante de la música, del blues, del tango, de los viajes, del mar, de los deportes, del tenis, de la vida nocturna y los espectáculos. Tomó clases de tango, de blues y de danzón”, relata Luis Miguel Victoria Rafla, el mayor de sus nietos. “¡Y alguna vez me gané un premio por bailar tango!”, interrumpe don Miguel, quien cada que puede escucha tangos, en especial a Carlos Gardel y Hugo del Carril.

Estuvo casado con la señora Enriqueta Bonilla durante 73 años (ella falleció hace cuatro), y en ese lapso compraron un local en La Merced y fundaron un negocio llamado Comercial Victoria, de venta de bonetería, con lo que pudo comprar su primer departamento en el Centro Histórico. Después adquiriría la casa en la que vive.

Gran deportista. El deporte y la disciplina fueron claves en su vida. “Durante 40 años corrí todos los días en Chapultepec, de cinco a siete de la mañana, para después entrar al trabajo a las 10 y cerrar a las ocho de la noche. El 19 de septiembre, cuando fue el terremoto (1985), venía de correr”, recuerda don Miguel, sin esfuerzo.

“Estoy contento de haber vivido tantos años, porque he estado bien, supongo que cuando ya no esté bien, no querré andar por aquí; pero ahí vamos (…). Me fue muy bien cuando Miguel Alemán fue presidente; luego [Adolfo] Ruiz Cortines. Con Lázaro Cárdenas había dinero a manos llenas y lucía el dinero, no como ahora que no alcanza. Con mi comercio logré tener buenos carros, me divertí bastante, buena vida, buena comida… Pero ahora, bueno, ¡ya estoy muy trabajado!”.

Miguel Alonso Hernández, uno de sus nietos, interviene: “El abuelo es un hombre que se hizo a punta de disciplina, ejercicio, horarios estrictos respecto a sus alimentos, y tenía una buena aliada en casa: la abuela Enriqueta. De él he aprendido nociones de comercio, ahorro y administración, además de tolerancia y respeto.

“Es un hombre con tolerancia a lo diverso y distinto; siempre fue un hombre moderno, abierto. Aún a sus 93 años algún día me acompañó a recibir un reconocimiento por mi trayectoria en el activismo LGBT.

“Mi abuelo ha despedido a padres, hermanos, esposas e hijo. Se ha ido separando de varios amigos y compañeros; ha visto al mundo transformarse y se ha adaptado a él. Lo único inconcebible para él sería ser cuidado por personas ajenas a la familia, en un albergue para adultos mayores. Eso sí… todos lo tenemos claro”, concluye Miguel Alonso, quien regresa a su abuelo, si le es posible todos los días, desde la tienda en Eje Central Lázaro Cárdenas hasta su casa en la colonia Álamos.

“El abuelo quiere seguir siendo autosuficiente hasta donde pueda; él tiene un sueldo en la tienda y todos los días se ejercita un poco en el jardín y al sol. Sigue siendo ejemplo de trabajo y constancia, de fortaleza, y ha llevado con dignidad incluso su vejez”.

“¡No hay otra manera de progresar si no es trabajando, estudiando, y yo me siento bien y mejor cuando además hago mi gimnasia!”, dice don Miguel.

“Tuve una buena niñez. Mi madre me quiso, tengo un gran recuerdo de ella, me enseñó a comer bien, a cuidarme, a ser responsable, pulcro, aunque sólo haya vivido con ella pocos años. A mi padre no lo conocí, murió cuando tenía cinco meses de nacido. Después, al casarme, quise mucho a mi esposa y ella me quiso mucho. Tuve esa suerte. He tenido problemas, pero bueno… ¡ Ya después de 102 años soy incorregible! Creo que hay que hacer las cosas lo mejor que se pueda y siempre trabajar y estar activo”, concluye rodeado de algunas de sus hijas, nietos y bisnietos.

—¿Cuál es la clave de la longevidad? —se le pregunta antes de despedirnos.

—¡Yo les recomiendo que tengan buena vida, que estudien, que se alimenten bien, que lean, acérquense al arte, cuiden su trabajo, que traten bien a su familia, no se peleen entre si, no se odien, hagan deporte, lleven una buena alimentación y llévense bien con la familia! —concluye, no sin antes levantar su copa y decir: “¡Salud, jóvenes... por la familia!”.

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