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El cuerpo de Daniel Solís Gallardo quedó boca abajo sobre el pavimento agrietado. Los pies cruzados, brazos pegados al cuerpo como alas de mariposa. Ese 26 de septiembre llovía y el agua atenuó el rojo carmín de la sangre que brotaba de su cuerpo delgado. Ha pasado un año: también llueve y no hay justicia.

Un eco semejante a un trueno se expande en Paseo de la Reforma. “Cuarenta y tres”, el número de la indignación. Miles marchan encabezados por los padres de los jóvenes desaparecidos aquella noche en Iguala. Un año después sus rostros han cambiado: les han caído todas las arrugas del mundo. “La voz se me ha vuelto ronca”, dice Epifanio Álvarez, padre de Jorge Álvarez —normalista, ojos negros, 19 años—, de tanto gritar, exigir y llorar.

Desde el Ángel de la Independencia ondean banderas negras; rostros de colores se elevaban en estandartes, “43 razones, para continuar luchando”. Y si aún hay alguien en “este planeta que no entienda se lo voy a decir en idioma universal”, grita en inglés uno de los manifestantes, que los mexicanos demandan una investigación, y acusa coordinación de las autoridades en contra de los normalistas.

Frente a él, una de las fuentes de Alameda Central es teñida de rojo por un grupo de estudiantes. La representación simbólica de la sangre de Daniel Solís Gallardo; Julio César Mondragón Fontes o Julio César Ramírez, normalistas brutalmente asesinados la noche de la desaparición.

La lluvia empapa rostros, zapatos y la ropa de los padres, las voces de comerciantes que venden en 10 pesos bolsas para cubrirse de la lluvia rivalizan con las peticiones que se han vuelto una sola imagen: una fotografía en una lona con el nombre de cada desaparecido, en Michoacán, Chiapas, Guerrero.

Las calles de la ciudad de México se pintan de consignas a un año de la tragedia. Desde la Torre del Caballito resaltan las pintas: “Todas las mañanas al alba mi corazón es fusilado en Ayotzinapa… ¡No dejaremos de buscar, nos faltan 43!”.

El movimiento ha encontrado a su propio santo en San Marx, que acompaña a los contingentes en el recorrido como grito en la pared.

Ayotzinapa logra crear un amasijo de activistas del país e inconformidades antañas: los macheteros de Atenco, las muertas de Juárez, los vecinos de Coyoacán que no tienen agua; los maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación (CETEG) contra la reforma educativa.

La organización Fuentes Rojas de Coyoacán, que una vez a la semana bordan sobre servilletas el drama nacional recorren las calles hasta el Zócalo. Sus mantos hacen memoria: “Julio César Modragón Fontes, de 22 años, estudiante de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, golpeado, asesinado, desollado. Iguala, Guerrero. Contigo vivo en tu resistencia. Vivo en una lágrima de rabia, en un puño alzado en mi brazo firme que marcha sobre él”.

De espaldas a Palacio Nacional, con la cara puesta en la multitud que grita en varios momentos: “¡No están solos!, ¡No están solos!”, la tristeza se ve en sus rostros, ojos sumidos en ojeras.

Cristina Bautista, madre de Benjamín Ascencio, uno de los 43 desaparecidos, tiene la mirada perdida. Han pasado 365 días que no regresa a su casa, en Alpuyecancingo de las Montañas. La señora da las gracias por el apoyo a la gente. Les pide que no tengan miedo. En este tramo recorrido ya dejó cualquier temor atrás.

Los claveles rosa y blanco que toma en su mano, son los mismos que acompañan los puños de Marisa Mendoza Cacahuatzin, que como los otros familiares, porta un gallardete con la fotografía de su esposo Julio César Mondragón Fontes; esta vez el normalista desollado luce contento, una banda negra le detiene el cabello que no es largo pero le hace una melena.

Bajo la lluvia, las lágrimas de los padres de los 43 se confunden. Todo parece ser gotas de agua.

Margarito Guerrero, papá de Jhosivani, el segundo normalista identificado —según la PGR— por la Universidad de Innsbruck, Austria, reprocha la falta de respuestas, de empatía por su dolor. Ezequiel Mora, padre de Alexander, porta la foto de su hijo. Para ellos, aunque se diga lo contrario, sus hijos están presentes, pese a que no los vean.

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