A partir de uno de los últimos ataques a integrantes de las Fuerzas Armadas por parte de integrantes del crimen organizado, a finales de septiembre en Sinaloa, se ha generado una amplia corriente de opinión que ha vuelto a insistir en la necesidad de diseñar un marco jurídico ad hoc para el desempeño de las tareas que en materia de seguridad pública realizan el Ejército y la Marina.
Hoy se vuelve a demandar una ley de seguridad interior que dote de facultades propias de estados de excepción a las instituciones castrenses.
Acabamos de cumplir una década de la guerra contra el crimen organizado que inició en el gobierno de Felipe Calderón y que ha continuado en el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto.
Por lo menos en su lógica inicial, ésta era una medida extraordinaria de seguridad para combatir la violencia que ha azotado a nuestro país. Pero la violencia se triplicó en México entre 2007 y 2011, así como en años posteriores; aunque vivimos un moderado descenso en los índices, a partir de 2015, éstos se han incrementado de nuevo. El año 2016 podría ser uno de los más violentos de la última década.
En la discusión sobre la Ley de Seguridad Interior y en el balance sobre los 10 años de la guerra, lo que está realmente en juego es la visión sobre el modelo de seguridad que hemos adoptado.
A nadie escapan los escandalosos niveles de corrupción policial y los esquemas de macrocriminalidad que viven distintas regiones. Territorios amplios del país se encuentran bajo el control del crimen organizado y del poder político que lo auspicia, con niveles de debilidad institucional realmente preocupantes. Que las Fuerzas Armadas dejen de realizar súbitamente, en esas regiones, las labores que hoy desempeñan, es a todas luces inviable.
Pero también es inviable perpetuar indefinidamente esa intervención extraordinaria. Los escenarios de crisis y violencia propician la adopción de alternativas de mano dura, como normalizar el Estado de excepción como hoy se propone, pero también incrementar las penas a quienes delinquen, reducir derechos de debido proceso, practicar detenciones arbitrarias, aplicar la tortura como método de investigación, preservar figuras como el arraigo, extender la prisión preventiva como regla y no como excepción o incluso proponer la portación generalizada de armas.
Ésta ha sido, en buena medida, nuestra historia en los últimos 10 años. Pero los resultados no han sido los esperados en el combate a la violencia, ni en la reducción de la criminalidad, ni en el fortalecimiento de nuestras instituciones policiales y de justicia. Una muestra irrefutable de ello es el surgimiento de vengadores anónimos que hacen justicia por su propia mano.
En los últimos tres años mecanismos internacionales han emitido informes y recomendaciones en torno a la participación del Ejército y Marina en tareas de seguridad. Tanto el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, después de sus visitas in loco, propusieron coincidentemente el retiro paulatino de los castrenses de funciones de seguridad pública y preservación del orden interno.
Nadie regatea el relevante papel que han tenido en estas tareas las Fuerzas Armadas, pero no puede ignorarse que toda la experiencia comparada a nivel internacional indica que el modelo de seguridad más adecuado para la ciudadanía es aquel que descansa sobre pilares civiles.
Por ello, tanto el relator de la ONU sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Christoph Heyns, como el propio Alto Comisionado de las Naciones Unidas, Zeid Ra’ad Hussein, han recomendado a México transitar de un modelo de seguridad de corte militar a un modelo de seguridad de corte ciudadano, mediante un programa de retiro paulatino de las Fuerzas Armadas de tareas ajenas a su naturaleza.
Justamente ese fue el paradigma que se adoptó en la reforma constitucional en materia penal del año 2008, por virtud de la cual se adicionó expresamente en el artículo 21 que las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil, disciplinado y profesional. Se reconoció entonces que la prioridad institucional en dicho ámbito no era la perpetuación del Ejército y de la Marina en el combate a la delincuencia, sino el fortalecimiento de las instituciones civiles de seguridad.
En diversas entrevistas, el general secretario, Salvador Cienfuegos, ha reiterado que las tareas de seguridad no son las propias a la naturaleza del Ejército y que se les ha expuesto a una política en la que instituciones civiles no ponen ni han puesto de su parte.
La pretensión de aprobar una ley de seguridad interior a la medida de las Fuerzas Armadas, a fin de dotar de facultades normativas al Ejército y a la Marina para enfrentar a la criminalidad, terminará por fortalecer su papel preponderante en estas tareas, en contra de lo reconocido por el general secretario, pero, sobre todo, dejando de lado que el problema de fondo es el modelo de seguridad y la imperiosa necesidad de reformar democráticamente a las policías del orden civil.
Los proyectos de la posible ley de seguridad interior despiertan una alta preocupación desde la perspectiva de los derechos humanos. Literalmente, mediante la declaratoria de afectación de seguridad interior, regulan la posibilidad de declarar Estados de excepción para la intervención de las Fuerzas Armadas.
En un Estado democrático de derecho, regulaciones como la propuesta de ley de seguridad interior deben ser profundamente analizadas y debatidas, pues generan excepciones a los principios básicos que rigen el sistema. Demandar este debate no es expresión de mezquindad para con las Fuerzas Armadas ni ingenuidad frente a las atrocidades de la delincuencia; es, lisa y llanamente, defender las bases de nuestra maltrecha democracia.
Hoy, tras 10 años de guerra contra el crimen organizado, resulta impostergable, pero sobre todo políticamente prudente, convocar a un proceso de debate amplio en el que evaluemos por qué hasta ahora las políticas instrumentadas no han funcionado y diseñemos alternativas sólidas que permitan construir un modelo de seguridad de corte ciudadano. Ya en otros momentos hemos recurrido a medidas inmediatistas que no han funcionado.

Director del Centro de Derechos Humanos, Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh)

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