La segunda fuga del Chapo Guzmán, explicable y hasta cierto punto previsible por el alto grado de corrupción en todas las cárceles del país, fue acogida con ánimo festivo en algunos sectores sociales, y esa reacción, a mi juicio, debería inquietarnos más que la propia fuga. La nueva proeza de nuestro gran Houdini alegró a muchos opositores del régimen porque dejó en ridículo a Peña Nieto, pero sobre todo a la base social del crimen organizado, la nutrida legión de resentidos sociales que aspiran a colarse en las ligas mayores del hampa. La epopeya del Chapo se comenzó a forjar hace 22 años en el aeropuerto de Guadalajara, cuando la Santa Muerte le concedió el milagro de matar al cardenal Posadas con balas que iban dirigidas a él. Desde entonces tenía madera de ídolo popular y ahora, en el pináculo de la gloria, rivaliza en popularidad con su paisano Pedro Infante. Engolosinado con el cariño de la raza que lo sigue por Twitter, El Chapo ya tiene plena conciencia de ser un mito viviente: “A veces ando abajo, a veces ando arriba, pero nunca me rajo, siempre encuentro la salida”, escribió el 26 de julio, como si quisiera marcarle pautas a los grupos de música norteña que a estas alturas ya deben de haber compuesto varios corridos para celebrar su kilométrico túnel. Triunfó de nuevo el chingón invicto, el paladín supremo de la anarquía egoísta, el protegido de los dioses al que ningún presidente puede enjaular. Miles de muertos ejecutados por sus sicarios claman justicia desde ultratumba, pero ¿quién se acuerda de esos miserables en la apoteosis de la impunidad?

La identificación con los faraones del hampa se ha vuelto ya una patología social crónica porque en el espectro político no hay ningún partido que pueda garantizar un mínimo cumplimiento de la ley y a los ojos del populacho, la aureola épica de un bandolero indomable siempre ha tenido un gran atractivo. El Cártel de Atlacomulco, formado por astutos intrigantes de saco y corbata, jamás podrá competir con el Cártel de Sinaloa en materia de imagen pública. A decir verdad, la mimesis entre ambas organizaciones delictivas no permite precisar dónde termina una y empieza la otra, pero mucha gente celebra que la mafia culichi le haya ganado una partida a la mexiquense, como si El Chapo Guzmán fuera un representante del pueblo que ha humillado varias veces a los de arriba. El odio a los funcionarios corruptos alimenta la simpatía popular por los matones que delinquen abiertamente, pero la sociedad mexicana nunca podrá levantar cabeza mientras se resigne a ese doble yugo, o lo intente sobrellevar con un humor fatalista. Nuestro sistema de justicia está en ruinas y habría que reformarlo desde sus cimientos. Esa meta debería estar por encima de cualquier disputa ideológica o partidaria, pero no se ve en el horizonte ningún movimiento social que pueda frenar el derrumbe de las instituciones. Los criminales engreídos y los mafiosos incrustados en el aparato gubernamental se disputan el cetro de la rapacidad porque hasta ahora sólo hemos sido espectadores indolentes de sus rencillas.

El twitter cacofónico y fanfarrón en que El Chapo retó a Peña Nieto deja entrever una arrogancia de magnate educado en el credo neoliberal: “Y tú @EPN no me vuelvas a llamar delincuente porque yo doy trabajo a la gente no como tu pinche gobierno corriente”. Por haberse abierto camino a punta de metralleta, arriesgando la vida en múltiples balaceras, sin haberle pedido limosna a nadie, El Chapo no sólo desprecia al titular del Ejecutivo sino al sector público en su totalidad, al que tacha de “corriente”, como lo haría Donald Trump si hablara español. No le faltan razones para ver a los burócratas desde una posición de superioridad moral, porque los ha sobornado durante décadas, y debe regocijarlo sobremanera que Peña Nieto encomiende su recaptura a funcionarios de alto rango que seguramente ya tiene en la nómina. Pero simpatizar con este hijo del pueblo porque el gobierno “se la pela”, como dijo en otro twitter, equivale a olvidar que toda la ciudadanía bien o mal representada por la autoridad también “se la pela” y en cualquier momento nos puede poner una pistola en la sien.

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