La historia de las relaciones entre Europa y Estados Unidos ha sido un pilar fundamental del llamado “orden liberal” a partir de la segunda mitad del siglo XX. Como todas las relaciones, ésta tiene sus más y sus menos: en 1952, la Unión Americana fue el primer país no miembro en reconocer a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) —cimiento de la actual Unión Europea (UE)—. En los años de Henry Kissinger como secretario de Estado estadounidense hizo famosa la frase: “¿A quién llamo si quiero hablar con Europa?” como una forma de criticar la construcción comunitaria.

En 1990, con la Declaración Transatlántica se formalizaron las relaciones UE-EU, mientras que en la Estrategia Europa de Seguridad de 2003 se establecía que Estados Unidos es el “socio irremplazable” para la UE. Aunque para esa misma época, la invasión a Irak promovida por el gobierno de George W. Bush, desató una fractura transatlántica e intraeuropea ejemplificada en el discurso del entonces jefe del Pentágono Donald Rumsfeld sobre la vieja Europa (Francia y Alemania) frente a la nueva Europa (Reino Unido, España y Polonia, entre otros).

Durante el mandato del hoy ex presidente Barack Obama parecía que el sentimiento proestadounidense en Europa se reactivaba (como ocurrió en la época de John F. Kennedy y su célebre viaje a Berlín en 1963).

Y sin embargo, con la llegada de Donald Trump en noviembre del año pasado parecería que esta relación se encuentra en un periodo de crisis, visto lo acontecido en el reciente viaje a Bruselas del mandatario estadounidense.

Para entender el contexto actual es necesario puntualizar dos elementos principales. El primero de ellos, pensar que las relaciones Estados Unidos-Europa no sólo se rigen por las interacciones UE-EU, sino que el papel de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la estructura internacional per se condicionan el desarrollo de éstas. No es casualidad que el primer viaje desde la elección del republicano al continente europeo haya sido para asistir a la cumbre de la alianza noratlántica, a la cual intenta dar protagonismo en la lucha contra el terrorismo, consiguiendo su inclusión formal en la lista de la coalición internacional contra el Estado Islámico (EI).

Se suele argumentar que el internacionalismo estadounidense comenzó con Europa. La OTAN fungió como el gran paraguas de seguridad y defensa para los europeos durante la Guerra Fría. Y una de las primeras críticas aislacionistas de Trump fue dedicada a esta organización. Si bien ahora éstas se han centrado en recordar a los aliados europeos que durante años ellos han gastado menos de los que deberían en seguridad, también es cierto que en Washington durante mucho tiempo se vieron con reservas los intentos comunitarios por avanzar en la integración en estas esferas políticas. Por eso toman relevancia las palabras de la canciller Angela Merkel cuando dijo que: “Los europeos debemos forjar nuestros destino con nuestras propias manos”.

Más allá de las cuestiones de seguridad que, por ejemplo Europa encuentra divergente respecto a la relación con Rusia, la no participación en operaciones de combate antiterroristas de la alianza por reticencia de algunos miembros o la falta de manifestación estadounidense sobre el compromiso con el principio de defensa mutua recogido en el artículo 5 del Tratado de la OTAN, las palabras de la canciller alemana iban orientadas al segundo elemento que es necesario destacar: en el escenario global actual los dichos y hechos de Trump lo acercan más al euroescepticismo de la salida de Reino Unido de la UE (Brexit) y al aislacionismo de la extrema derecha europea.

En este sentido, el discurso de Trump se encuentra más apegado al de los principales líderes populistas europeos respecto al retorno del nacionalismo, el proteccionismo y la construcción de la idea del nexo migración-terrorismo como una amenaza para las sociedades occidentales. Y también comparten el argumento de estar fuera del stablishment tradicional.

Tomando como pretexto esto, el inquilino de la Casa Blanca desairó a sus socios europeos como bloque, tanto en la manera de señalar las deficiencias presupuestales de la OTAN, al desatender los llamados del resto del G7 para no abandonar el Acuerdo de París contra el cambio climático, como al no otorgarle mayor importancia a su reunión de trabajo con los dos presidentes de la UE, Donald Tusk, del Consejo Europeo, y Jean Claude Juncker, de la Comisión Europea, con quienes trataría el tema del Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP), cuyas negociaciones se encuentran detenidas. En cambio, Trump mostró su preferencia bilateral al encuentro con el nuevo presidente francés Emmanuel Macron, con quien pretendió establecer una similitud en las trayectorias políticas.

Sin embargo, el residente del Palacio del Elíseo llegó a la presidencia con una agenda liberal, cosmopolita y europeísta que ha encontrado recepción en la sede de la cancillería germana a orillas del río Spree. Con un escenario europeo donde Reino Unido ha puesto en marcha el procedimiento para abandonar el club comunitario en los próximos dos años (aunque ahora mismo Theresa May ha comprometido su legitimidad al convocar elecciones anticipadas el próximo 8 de junio), el entendimiento Macron-Merkel (M&M) reactivaría el eje París-Berlín como motor del proyecto europeo frente al populismo eurohostil.

De fortalecerse nuevamente esta alianza europea —no podemos olvidar que la nación teutona afronta elecciones generales en septiembre, con Martin Schulz como adversario político de Merkel aunque no contrario al ideal europeísta, mientras que los galos tienen pendientes las elecciones legislativas—, en un contexto internacional de incertidumbre y con una estructura multipolar con un rango de actores que van desde los que piensan en replegarse (Estados Unidos) y otros que no terminan por asumir responsabilidades globales (China), hasta aquellos que buscan la desestabilización regional (Rusia) o confrontan expresamente el sistema desde su polaridad no estatal (extremismo religioso o crimen organizado transnacional), la Unión Europea debe aprovechar la oportunidad de desplegar sus capacidades político-económicas para tener un papel más activo no sólo en la defensa de los valores tradicionales del liberalismo, sino en todos aquellos esfuerzos que requieren una cooperación multilateral con el objetivo de buscar beneficios globales.

Internacionalista por la UNAM y Maestro por la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en integración europea. agarciag@comunidad.unam.mx

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses