A un año del golpe de la yihad en el aeropuerto internacional de Zaventem y el Metro de Maalbeek, la capital de Europa ya no es la misma.

Con armas de alto poder en mano, los soldados continúan patrullando las calles de la metrópoli, mientras que los perros rastreadores de explosivos hacen presencia de manera intermitente en estaciones ferroviarias y zonas altamente concurridas.

Las detenciones y los interrogatorios judiciales persisten como medidas preventivas. En Bruselas y la localidad vecina de Vilvoorde durante el año pasado la justicia señaló a 72 personas como sospechosas de terrorismo, 167 rindieron testimonio ante un juez y los domicilios de mil 113 personas fueron registrados.

Las cámaras de vigilancia proliferaron en la ciudad para la identificación inmediata de matrículas, al tiempo que los servicios de salud pública federal ajustaron los planes de intervención médica y sicológica (MIP y PSIP por sus siglas en neerlandés), haciéndolos compatibles con el manual operativo de la Agencia Europea de Cooperación Judicial (Eurojust), que incluye escenarios de ataques con armas químicas, biológicas y nucleares.

El poder legislativo, en tanto, retocó el marco juridico para evitar casos vergonzosos como el de Salah Abdeslam, artífice de los ataques de París del 13 de noviembre de 2015. El terrorista habría logrado escapar del barrio bruselense de Molenbeek dos días después de los atentados en la capital francesa por una ley que prohibía los registros nocturnos en los domicilios.

La ciudadanía igualmente se ha adaptado al estilo de vida de una ciudad que ha entendido que no es posible alcanzar un nivel de “cero riesgo”, como lo dijo en su momento Patrick Dewael, presidente de la comisión responsable de investigar los ataques suicidas registrados la mañana del 22 de marzo.

Hay personas que tienen miedo y evitan el metro, particularmente las estaciones asociadas a las instituciones de la Unión Europea como Schuman y Maalbeek; otras se han vuelto suspicaces, lo primero que hacen al entrar a un vagón, al autobús o el tranvía es escanear a la masa tratando de identificar algún comportamiento inusual.

Los barrios como Molenbeek, de alta concentración árabe y guarida de los autores de las masacres en París y Bruselas, progresivamente se han ido involucrado en la lucha contra el radicalismo violento y la polarización de la capital; aunque ni los trabajadores sociales, los expertos y los representantes de las comunidades musulmanas han encontrado hasta ahora una respuesta efectiva para revertir la alarmante tendencia. Las capacidades de las células preventivas siguen siendo limitadas.

De acuerdo con el encargado de las operaciones de prevención de Molenbeek, Olivier Vanderhaeghen, la reinserción en la sociedad de los combatientes extranjeros que se unieron al Estado Islámico en Irak y Siria representa uno de los principales retos.

Europol estima el número de combatientes belgas entre 420 y 516, de los cuales entre 60 y 70 habrían perdido la vida y alrededor de 151 habrían retornado.

“Encarcelar a estas personas como se ha hecho hasta ahora no puede servir de respuesta a largo plazo. Estas personas en algún momento tendrán que salir de prisión”, sostiene el funcionario.

Además, las prisiones han demostrado ser focos importantes de radicalización, como ejemplifica el caso del kamikaze de la estación Maalbeek, Khalid El Bakraoui, quien se inclinó por la ruta del fundamentalismo durante su paso por la cárcel, a la que llegó en 2011 por robo.

Actualmente hay 120 personas encarceladas por terrorismo y se estima que unos 450 presos corren el riesgo de contaminarse con el virus de la yihad.

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