Chicago

El origen mexicano de Pedro Pedroza Rodríguez brilla en la solapa de su traje. En una sala de reuniones del ayuntamiento de Chicago, la luz destella en un pin con una bandera de la ciudad y la tricolor. Hogar y herencia en un minúsculo objeto metálico, resumen de la vida del primer dreamer que trabaja a tiempo completo en el consistorio de una de las urbes más importantes de Estados Unidos.

Pedroza tiene cara de muy joven a pesar de que hace poco cumplió los 32. Su voz, en cambio, es firme, convencida y humilde. Agradece constantemente, se disculpa, se emociona: todo en un inglés perfecto, lengua vehicular de su vida. Tercero de cuatro hijos, fue el último de su familia en nacer en Ocampo (Guanajuato), antes de dar inicio a una de tantas historias de migración al norte, a una vida mejor. Al sueño americano, con nada en el bolsillo: ni dinero ni documentos.

“Entiendo qué significa estar en una posición en la que eres vulnerable”, afirma. Y tiene toda la razón: su camino hacia donde está ahora, trajeado en las oficinas del alcalde de Chicago, no ha estado cubierto de rosas. Para empezar, la llegada.

Tras nueve meses separado de sus padres, subió con su hermano mayor a una vagoneta de un desconocido (“quizá un coyote”, dice) para cruzar la frontera y reunirse con ellos en La Villita, uno de los barrios más mexicanos de Chicago. Una aventura de la que tiene grabados muchos momentos, como la visión del primer McDonald’s y sus luces. “Quedé fascinado”, rememora. Tenía cuatro años.

Sus éxitos académicos le valieron una beca para estudiar Literatura en Cornell, una de las mejores universidades del país. Un vehículo volvería a marcar su vida. Subido en un autobús de la compañía Greyhound, la “migra” le pidió documentación. Pedroza dijo la verdad: era un estudiante indocumentado camino a cumplir su sueño. “Un juez me dio la orden de deportación, y tenía que abandonar el país”, explica. “El único lugar que he conocido, del que me he preocupado y he querido”, añade.

De ahí, el miedo. Sin saber cuánto tiempo le quedaba, trabajó día y noche: camarero, bedel, cualquier trabajo que podía conseguir a través de amigos. “Las cosas son duras ahora mismo, pero vas a recordar estos días. Las cosas van a ser mejores cuando superemos esto”, le decía su padre. El tiempo pasó, la orden de expulsión se revirtió, acabó sus estudios, consiguió la protección del programa DACA que ayuda a los estudiantes indocumentados a evitar la deportación.

Las palabras y la esperanza de su padre, quien arriesgó todo por dar una vida mejor a sus hijos, resuenan ahora en tiempos que se prevén convulsos. Las lecciones aprendidas lo transformaron y en contextos como los actuales, llenos de incertidumbre y miedo, Pedroza es la voz de la esperanza.

“No nos podemos permitir tener miedo. Tienes que permitir que tenga su momento porque es una realidad muy real, lo que puede pasar. Que respire, pero que no se quede a cargo y te frene de hacer cualquier cosa. La esperanza renace sobre ese miedo”, argumenta convencido.

Desde su posición privilegiada, en la planta cinco del ayuntamiento de Chicago, ve toda la acción del consistorio para proteger a migrantes y grupos vulnerables. Él, desde su casillita, pone su grano de arena: “Ahora más que nunca es importante decir que hay que luchar por ser la ciudad más amigable para los inmigrantes. Queremos estar en primera línea de eso, dar buen ejemplo y compartir buenas prácticas”.

Su vivencia llena de incertidumbre lo reconvirtió en lo que es ahora: un servidor público orgulloso. “Mi sueño es servir, y nunca ha habido un momento en el que lo he tenido más claro que ahora”, asegura.

“Desde entonces he dedicado mi vida a ayudar a mejorar la ciudad que me ha dado tanto, ha habido un montón de organizaciones y mentores que me han ayudado”, relata.

“A veces es fácil olvidar todo lo que hemos avanzado”, recuerda. Cuando él inició su andadura no existían las protecciones y oportunidades para migrantes que hay ahora. Sin embargo, la situación ha cambiado: nunca antes el líder del gobierno ha amenazado directamente, como promesa de campaña, a una comunidad tan vulnerable.

“Por eso hay una responsabilidad enorme, especialmente entre jóvenes y los beneficiados por programas de protección”, de enfrentar lo que venga con esperanza. Las organizaciones se unen más que nunca, el objetivo es claro, la urgencia está ahí. “Hay más deseo y hambre de resguardarse conjuntamente”, explica, a la vez que, en su voz más contundente, reclama acción. “Necesitamos ser escuchados. Necesitamos tener conversaciones duras. Poner barreras de silencio, sin compromiso ni deseo de trabajar con los otros, es exactamente lo que la otra mitad del país quiere”, concluye.

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