A sus 90 años recién cumplidos ha dejado de existir el líder histórico de la Revolución Cubana. Figura emblemática de la izquierda, intensa y contradictoria, portador de un liderazgo carismático que trascendió la insularidad caribeña de Cuba. Ciertamente, su simbolismo político visibilizó una isla de problemática soberanía. En la primera mitad del siglo XX dos Constituciones liberales bastante avanzadas (1901 y 1940) fueron incapaces de ordenar la egolatría electoral de sus presidentes, generales todos del Ejército Libertador que había combatido al colonialismo español en 1868 y 1895.

En su primera década, la República es intervenida militarmente por Estados Unidos. El espíritu reeleccionista de los presidentes-caudillos no cesó y en 1933 la derrota del liberal Gerardo Machado ante una ola de protestas, huelgas, manifestaciones de sectores diversos inauguró una etapa de caos institucional cuya novedad fue la emergencia de nuevos actores en la política nacional: el ejército, comandado por jóvenes sargentos de extracción humilde y ávidos de poder, y una nueva generación de políticos ‘revolucionarios’, los Auténticos.

En 1939 parecía que la isla se conciliaba, y un proceso constituyente inclusivo y liberal diseñaba un marco institucional para un nuevo presidencialismo, multipartidista moderado y acotado por facultades legislativas. Pero la democracia electoral duró apenas 12 años.

El excesivo énfasis en la competencia electoral no garantizó transiciones ordenadas entre ganadores y perdedores en las cambiantes condiciones internacionales de la posguerra. Hacia 1948 la egolatría de ciertos liderazgos y sus estrategias antisistema fueron incentivos para el golpe de Estado de 1952 comandado por Fulgencio Batista —otro general—.

En este escenario de alta dependencia económica y política de Estados Unidos, un régimen autoritario carente de legitimidad electoral interna y la creciente exclusión económica y política de una emergente generación de profesionales, comienza a configurarse el liderazgo político del joven abogado Fidel Castro Ruz.

Su frustrada incursión en la política republicana como candidato a la Cámara de Representantes por el Partido Ortodoxo, fracción Auténtica encabezada por Eduardo Chibás, crítico enfático de la corrupción del primer gobierno Auténtico, y el carácter represivo autoritario del golpe de F. Batista, estimulan al joven abogado a proyectarse políticamente desde la ruptura total con el sistema republicano: el asalto al cuartel Moncada —uno de los cuarteles militares más importantes de Cuba— el 26 de julio de 1953. A pesar del desastroso resultado (fueron acribillados y torturados en su mayoría) cuenta la historiografía oficial que ahí nació el líder revolucionario. Otros explican la acción como resultado de un frío cálculo para llamar la atención sobre su emergente liderazgo.

Lo cierto es que la arriesgada acción militar no evitó —por increíble que parezca— que los jóvenes sobrevivientes fueran indultados y exiliados en México en 1956, desde donde organizan un regreso para enfrentar con una estrategia guerrillera en las montañas del oriente cubano al régimen de F. Batista. La casualidad o el destino; tal vez el carisma de un Fidel que había transitado de un joven abogado a un convencido líder de una causa emancipadora que se justificaba en los mismos orígenes históricos de la nación cubana, y en su caótica evolución. Así, su liderazgo se nutre de una larga lista de intenciones explícitas de refundar, reorientar, revalorizar la República, pero a diferencia de otros políticos (Machado, Batista, Grau San Martín, Eddy Chibás, Prío Socarrás, etc.), desde su negación absoluta: la ruptura total con su herencia institucional, social y cultural; o en sus propias palabras, una verdadera Revolución.

La intensidad simbólica de su liderazgo creció rápidamente en la Sierra Maestra, y de ello dan muestras las fotografías de época. A pesar de estar rodeado de jóvenes barbudos, algunos de los cuales demostraron excelentes cualidades de guerrilleros —el Che Guevara, Camilo Cienfuegos—, su liderazgo no tuvo —o tal vez no permitió nunca— competencia. El triunfo guerrillero del 1 de enero de 1959, y su entrada triunfal en La Habana días después, ya atestiguan el magnetismo casi mitológico de su liderazgo. Entenderlo implica vincular su personalidad con la geopolítica internacional en el contexto bipolar de guerra fría.

Las decisiones políticas de Fidel estuvieron insertas en grandes conflictos internacionales, de la crisis de los misiles en 1961 a la batalla de Cuito Cuanavale que redefine la geografía política del cono sur africano (Angola, Namibia, fin del apartheid en Sudáfrica). De la conducción del Movimiento de Países No Alineados a activista del sindicalismo latinoamericano por el No Pago de la Deuda Externa. De la Revolución Sandinista a la causa palestina. Su vocación —o egolatría— política era universal, y consecuente con ello, comprometía recursos y energías nacionales sin reparar que a finales de los años 80’ la geografía política daría un brusco giro.

Perplejo escuché el discurso que pronunció el 26 de julio de 1986 en Camagüey y su radical advertencia: la utopía socialista estaba en peligro —el socialismo real—; y aún peor, lo construiremos SOLOS. Y sí, revolucionando el universo perdió la perspectiva nacional, y arrastró a su pueblo a una decadencia lamentable. Consecuentemente fiel a su ideología, no reparó los costos de sus acciones. El énfasis confrontacional antiimperialista de su discurso aumentó, al igual que sus personalistas decisiones.

Prescindió en oscuras circunstancias legales del más valiente de sus generales, robusteció su aparato de seguridad (FAR y MININT) y se aferró, con inéditas fuerzas, a su rígida concepción de consenso: con la revolución TODO, contra la revolución NADA. Y el TODO resultó estrecho para la segmentación creciente de la sociedad cubana, especialmente sus nuevas generaciones educadas en otras circunstancias.

Al desaparecer la subvención soviética abruptamente llegó a Cuba el Periodo Especial en tiempos de paz, y una aparente flexibilización económica en los años 90’; sin embargo, en un escenario internacional de pocas opciones, predominó la menos peor (para sus cálculos): Hugo Chávez y la revolución bolivariana. La añeja vocación latinoamericanista de Fidel fue estimulada y otra vez, el cálculo económico en función de referentes ideológicos: una América Latina Bolivariana. Pero las democracias representativas son ciclos electivos dinámicos con electorados de expectativas cambiantes. Y el escenario se mudó de la izquierda a la derecha. Y las dinámicas institucionales —y la propia vida— diluyen los liderazgos.

El nuevo siglo XXI, cargado de tecnologías online, de generaciones millennials, de mercados y consumo y de estrategias pragmáticas y oportunistas, no era escenario para líderes con largos discursos futuristas. Y Fidel no era la excepción. Atónitos fuimos testigos de la decadencia de su simbolismo. El vigoroso y desafiante guerrillero cedía ante los años; desmayos, caídas, pálidos discursos llenaban de ambigüedad su referencia. A partir de 2006, Fidel Castro, el guerrillero indomable se había transmutado en el experimentado anciano consultado por políticos de izquierda de todas latitudes. Observador impasible de la política interna y corrector implacable del hermano menor, nunca abandonó su capacidad de confrontar.

Fidel Castro, el último gran político del siglo XX es ya historia, y a Cuba, su isla caribeña, —y nuestra— le espera un futuro incierto. Externamente, el peor de los momentos; una América Latina orientada al mercado y a la derecha, una Europa corroída por sus propias contradicciones, Rusia y China orientadas por sus milenarios intereses imperiales y, cual si fuera poco, un presidente maximalista, xenófobo e impredecible aventurero en Estados Unidos.

El escenario interno no es diferente; en la élite política coexisten aún expectativas de históricos y potenciales reformistas, una emergente economía en manos de militares, una asamblea nacional de deliberación domesticada, una sociedad cansada y sin mayor aspiración que obtener una visa, una falsa disidencia sin capacidad de organización ni movilización interna. Son muy visibles además los efectos del largo periodo personalista autoritario: simulación, doble moral, apatía, conformismo, materialismo, oportunismo. Y recientes acontecimientos tristemente nos han recordado que en la otra orilla no han cerrado las heridas. Ha muerto Fidel Castro Ruz, y como su vida, su muerte también estremece.

Profesor de Ciencia Política. Cubano radicado en México

carrodri2002@yahoo.com.mx

@arechavaletacm

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