Después de los disparos de metralletas, los cuerpos cayeron en una zanja repletos de orificios. A unos, las balas les alcanzaron en el rostro, a otros les agujerearon sus cabezas y a los que les apuntaron directo quedaron irreconocibles: una masa tumefacta cubierta de costras de sangre.

Han pasado décadas y los combatientes de guerra aún sienten una náusea espantosa que les surge del estómago cuando recuerdan la escena. Los cuerpos desmembrados por la noche, la sangre color púrpura en la comida y el olor a pólvora al amanecer.

El zumbido de las balas perfora sus sueños y parece prolongarse eternamente. Aunque ya están a salvo.

“Todos los días llega como balazo, llegan a mi cabeza pedazos de cuerpos, sesos y vísceras. Y luego todo se pone rojo. Y entonces negro, y siento que pierdo la noción del tiempo, que muero”, dice Armando Cervantes, de 63 años.

Él es un hombre que a cada paso parece que lleva una pila de ladrillos a cuestas. Se apoya en un par de muletas viejas desde que se lesionó cuando fue soldado de Estados Unidos.

Es un sobreviviente, condecorado por el gobierno. “¿Pero de qué sirvió?”, se pregunta. Fue desechable. A pesar de ser un héroe de guerra, a su primera falta producto del estrés postraumático fue echado de ese país, porque nació en México.

Armando, un hombre que parece de 80, nació en Michoacán; sin embargo, desde pequeño emigró a EU. A los 18 años se enlistó en el ejército y fue condecorado con la medalla de la valentía. Su padre también fue un combatiente, otro mexicano que luchó en la Segunda Guerra Mundial; hoy está enfermo, vive en la indigencia en Tijuana.

Unos 3 mil veteranos de guerra como Armando han sido deportados por el gobierno estadounidense desde 1996, cuando faltas menores se consideraron delitos graves y susceptibles de deportación.

Siendo residentes legales —con el permiso que da la green card—, se inscribieron en las Fuerzas Armadas y prestaron su servicio en conflictos como Vietnam, el Golfo Pérsico, Kosovo, Irak y Afganistán. Ahora viven en ciudades de la frontera norte con las múltiples enfermedades y lesiones que les dejó la guerra, y esperando la promesa que les hicieron cuando se enlistaron: que algún día serían ciudadanos estadounidenses.

La ofensiva

El 7 de julio de 2016 a las dos de la tarde inició la ofensiva. Después de años de expulsiones, los veteranos se enfrentaron a Estados Unidos.

Fue en Tijuana, la frontera más importante de México, en las puertas giratorias. Nueve ex militares y marinos pidieron asilo humanitario. Lo merecían: rodillas rotas, columnas fracturadas y tobillos dislocados. Algunos llegaron con sus trajes de gala que portaban en el ejército, sacos azulados, boinas e insignias. Otros con camisetas negras, con un estampado en inglés: “Tráiganlos a casa”.

Marcharon entonando canciones que memorizaron cuando estuvieron en las Fuerzas Armadas, acompañados por otros veteranos de guerra que sí nacieron en Estados Unidos, como César Medrano, sargento retirado.

“Es terrible, tengo seguro médico, todos los beneficios. Porque después de la guerra regresas muy mal, tienes que estar armado todo el tiempo, no confías en nada, ni en nadie. Y pensar que ellos no tienen nada es terrible, que nadie los apoya”, declara.

El sargento Medrano, un hombre de casi dos metros y más de 60 años, es quien llevó los papeles de sus compañeros de armas a los agentes de migración, que determinarán en los próximos días quiénes son aptos para recibir un permiso humanitario, que les permita regresar a Estados Unidos.

Antes de cruzar a la Unión Americana para entregar sus papeles —como si estuvieran en un campamento militar— arrancó el pase de lista. Nueve marinos y militares, todos con una historia similar: regresaron de la guerra, no recibieron tratamiento médico, ni siquiátrico, recurrieron a las drogas y cometieron alguna infracción que hizo que los expulsaran del país.

Sentir bombas caer

Antonio Romo Reyes fue reclutado por la Marina de Estados Unidos cuando apenas iba a cumplir 18 años. Había nacido en el estado mexicano de Jalisco, pero en 1989 le entregaron su permiso para vivir legalmente en ese país y ese mismo año se enlistó.

Sus superiores decidieron colocarlo en el área de antiterrorismo y desactivación de explosivos.

Dos años después formaría parte del grupo denominado Tormenta del Desierto, una ofensiva del ejército de Estados Unidos contra Irak. Antonio Romo vio tantas cosas que aún se le aparecen como figuras fantasmagóricas.

“Cuando regresé estaba en un estado de paranoia, escuchaba los helicópteros en el cielo y sentía que me iban a bombardear. Que iba a caer una bomba química sobre mi casa, que regresarían a matarme”, dice.

Antonio Romo estaba alterado todo el tiempo. Después de muchas riñas fue encarcelado. En julio de 2008 cumplió el tiempo en prisión e inmediatamente fue deportado.

“Me echaron por Tamaulipas, fue muy difícil, no tenía nada de dinero, me contrataron unos días como luchador, El Malvino, y compré un boleto para el camión a Tijuana. Busqué trabajo y soy entrenador en un gimnasio”, narra. Pero Antonio quiere regresar a Estados Unidos con sus padres, con sus amigos, sus colegas y para sanar los dolores que siente en el cuerpo.

Refugio en la metanfetamina

Rafael Marrón batalla para hablar en español, llegó a Estados Unidos desde los dos años. Nació en Jalisco y obtuvo su permiso de residencia en 1985. Ese mismo año ingresó al ejército, manejaba los tanques de guerra y recibió entrenamiento militar en explosivos. Estuvo en servicio en Japón, Corea, Tailandia y Filipinas hasta 1993.

Cuando regresó, calmó sus nervios con cristal y metanfetaminas; rápidamente se volvió adicto. Meses después se había convertido en vendedor.

“Era horrible, todo el tiempo sentía la necesidad de tener una pistola en la mano, para defenderme, porque sientes que te van a matar, que te persiguen cuando vas a comprar comida, cuando vas a llevar a tus hijos a la escuela”, narra.

En 1999 fue encarcelado por portación de drogas y liberado. Fue deportado hace dos meses, perdió la casa que estaba pagando y no ha visto a su hijo adolescente desde que llegó a Tijuana. Al igual que sus compañeros nunca recibió tratamiento siquiátrico alguno.

Dolor por la pérdida de una hija

Nació en Culiacán, Sinaloa, hace 53 años. Félix Peralta es un hombre que aún conserva el acento norteño y la voz tosca. Fue llevado por sus padres a los seis años a Estados Unidos. Gracias a ellos le concedieron su residencia legal para vivir allá.

Recuerda que desde niño su papá le compraba tanques de guerra y en la escuela aprendió a honrar la bandera estadounidense. En 1982 ingresó a las Fuerzas Armadas y estuvo activo en la base de Kentucky.

“Me tuve que salir del cuartel por problemas familiares, pero yo tenía 18 años y el entrenamiento me había hecho agresivo. Así empezaron mis peleas contra todo el mundo: la policía. Me trastornó la mente”.

Fue encarcelado en 1998 por enfrentarse a la policía de Utah y luego de tres años en prisión fue deportado por Ciudad Juárez. Regresó a Culiacán, pero México era un lugar desconocido, del que sólo había escuchado hablar a sus padres.

Ahora vive en Tijuana y para él más que el dolor que dejó el entrenamiento militar en sus huesos, vive traumatizado porque no pudo acudir al funeral en Estados Unidos de su hija, de 16 años, quien se suicidó hace dos.

Caer de un camión militar

Jesús Juárez Castillo es un mexicano que nació en Tijuana, pero emigró cuando tenía tres años, porque su padre trabajaba en el campo. En la década de 1970 cayó de un camión militar cuando cumplía servicio en Puerto Rico para el ejército de Estados Unidos. Recuerda que cayó en coma y estuvo hospitalizado más de un mes en un hospital militar. Se lesionó las rodillas y jamás volvió a caminar igual.

“Cuando desperté usé drogas para aliviar mi dolor, entonces me detuvo la policía y me encarcelaron. Cuando salí, en lugar de ayudarme me echaron. Esa fue una injusticia: me deportaron en 2003”, recuerda.

Buscar explosivos en el carro

Cuando Mauricio Hernández regresó de Afganistán, “la guerra del terror”, buscaba explosivos todas las noches debajo de su cama antes de dormir. Así empezó la paranoia y se intensificó hasta que cada que subía a su vehículo desarmaba las luces traseras.

Nació en Guadalajara, pero a los siete años fue llevado a Estados Unidos. A los 18 se enlistó en el ejército y hasta 2006 vivió en Afganistán. Era un soldado de infantería y su trabajo incluía hacer de todo. Era residente legal, pero recuerda que cuando ingresó le aseguraron que automáticamente sería ciudadano estadounidense. Pero era mentira; era un trámite que debía realizar. Y no lo hizo.

“Ya no alcancé, por que regresé y siempre portaba arma, estaba paranoico y empecé a consumir drogas. A los cuatro meses fui encarcelado por posesión de drogas y armas. Me mantuve fuera de problemas hasta 2009 y me deportaron”, dice.

Mauricio padece problemas mentales, síndrome de estrés postraumático y daños en el hombro derecho y pérdida de audio en el oído derecho. Intentará regresar a Estados Unidos para exigir los servicios médicos que merece después de arriesgar la vida por un país que no era el suyo.

Por una mujer

Erasmo Apodaca trabaja en un taller mecánico, en Mexicali, Baja California. Fue deportado tras 20 años de vivir en Estados Unidos y luego de servir tres en la Marina de ese país; peleó en la operación Tormenta del Desierto, en Irak.

“Cuando regresé de la guerra llegué mal, me puse muy violento, tenía una ex pareja y me acuerdo que entré a su casa y traté de robar, no recuerdo bien lo que hice, pero sí que me detuvo la policía, me encarceló 14 meses y luego me deportó”, rememora.

Lo utilizaron, dice, y cuando ya no lo necesitaron fue deportado; dos veces le negaron la ciudadanía a pesar de que arriesgó su vida por ese país. Quiere regresar a Estados Unidos para recibir apoyo sicológico.

Otra lucha

Nueve soldados veteranos que fueron deportados enfrentan una nueva batalla: armados de evidencias, con sus medallas y reconocimientos que recibieron en la guerra exigen al gobierno de Estados Unidos el resarcimiento del daño.

Héctor Barajas es uno de ellos y además encabeza el movimiento. Fue deportado en 2004 por disparar con una arma a un vehículo en movimiento. Desde hace años fundó la Casa para el Veterano Deportado en Tijuana. Fue paracaidista para las Fuerzas Armadas, era residente permanente cuando se enlistó pero nadie le informó que al regresar de la guerra debía tramitar su ciudadanía. A pesar de las medallas y reconocimientos fue deportado a México.

En conjunto con la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) exigen que a estos primeros nueve hombres se les otorgue la atención médica que requieren con urgencia y así sentar un precedente.

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