El lunes pasado, David Cameron hacía campaña contra el Brexit paseando por Londres junto a Sadiq Khan, el alcalde laborista de la ciudad. Tratándose del referéndum del día 23, el conservador Cameron no tiene problemas en trabajar con el partido rival, sino con el propio. Y dentro de su partido hay un hombre que le está dando más dolores de cabeza que nadie: el ex alcalde de Londres, Boris Johnson.

Cameron y Johnson (Dave y Boris, como se refieren siempre el uno al otro) se conocen desde la escuela. Los dos estudiaron en la elitista Eton. Johnson, nacido en Nueva York, es hijo de un eurócrata de clase media y de una artista de sangre turca. Brillante y excesivo, el joven Boris se ganó un nombre en Eton gracias al carisma de los que nadan a contracorriente. Cameron, dos cursos por detrás (nació en 1966; Johnson, en 1964) es el perfecto hijo de un corredor de Bolsa y nunca necesitó exponerse a ser diferente.

Por edad y por carácter, Johnson siempre se consideró por encima de Cameron. Él era un líder de melena alborotada y Dave un seguidista repeinado. Tras la escuela, Cameron hizo todo lo que se debe hacer en la vida para triunfar: así llegó a la dirección del Partido Conservador y, en 2010, a primer ministro. Mientras, Johnson se permitió un recorrido con muchos más meandros, marcado siempre por su carácter sanguíneo y sus golpes de genio. Periodista en varios diarios importantes, se consagró como corresponsal en Bruselas del Daily Telegraph. Desde el corazón de Europa se convirtió en un estandarte del euroescepticismo gracias a su pluma afilada.

A su vuelta a Londres, el antiguo gacetillero que se presentaba como “libertario” utilizó su popularidad para ser elegido en 2010 alcalde conservador de la capital, ya con un ojo puesto en el 10 de Downing Street.

Desde el momento en que los dos estuvieron en puestos de responsabilidad, el pulso entre los antiguos compañeros de colegio se hizo legendario. En los actos públicos que comparten, a menudo terminan recordando su anécdota más famosa. Con Johnson ya consolidado como alcalde, una de las primeras veces que se reunió con el bisoño primer ministro la discusión sobre los presupuestos de Londres subió de tono. Tanto que Johnson se lanzó sobre Cameron para arrancarle los papeles que llevaba en la mano. Todo acabó en un combate de lucha grecolatina rodando por la alfombra, al más puro estilo Eton.

Antes de que se convocase el referéndum, Johnson había declarado varias veces que no tenía clara su postura ante un eventual Brexit. Dudaba. Hasta que Cameron intentó que le apoyara y Johnson comprendió que estaba ante la oportunidad de imponerse en la pelea final.

Hace décadas que entre los conservadores existía una división profunda sobre la UE. Para cerrarla y cortarle el paso al emergente partido eurófobo UKIP (UK Independent Party), en la campaña electoral de 2015 Cameron prometió convocar el referéndum definitivo sobre Europa. Tras negociar con la Comisión Europea (CE) la concesión de una serie de privilegios a su país, Cameron creía tener en la mano una jugada maestra que lo colocaría como el hombre que unió a los conservadores. Sin embargo, los logros con los que volvió de Bruselas (básicamente un refuerzo de la soberanía británica en materias muy sensibles, como la emigración) no sedujeron a los nacionalistas más recalcitrantes del partido. Ahora, si el voto por la permanencia no logra una mayoría amplia (que no parece), la carrera del premier podría acabar abruptamente.

La apuesta de Johnson, como siempre, tiene un aroma suicida. Burlándose del tono comedido y pragmático de Cameron, Johnson acusa a la UE de seguir los pasos de Adolf Hitler y Napoleón en su plan de crear un superEstado paneuropeo.

Sin embargo, estos exabruptos, que en otro contexto podrían condenarlo como radical, se basan en unos cálculos políticos fríos. De los tres candidatos conservadores a suceder a Cameron (que ya anunció que en ningún caso querría volver a ser primer ministro en 2020), él es el único que defiende el Brexit. Sabe que eso le convertiría en líder por aclamación si se produce un vacío de poder tras el referéndum, lo cual no parece imposible. Para empezar a prepararlo, la semana pasada los euroescépticos más irredentos declararon que, si la permanencia en la UE no gana por un margen holgado, una cincuentena de ellos retirarán su apoyo en el Parlamento a Cameron. Esto significaría que podrían bloquear todas la legislación y forzar elecciones.

Johnson espera el desenlace de la batalla. Hasta que llegue, ésta no deja de ser otra prueba de la marca indeleble que deja el paso por las grandes escuelas británicas. Las jerarquías que se establecen dentro de sus muros de ladrillo son difíciles de romper fuera, aunque el que intente dar las órdenes sea el mismísimo primer ministro.

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