Amaranta está explorando y extendiendo las fronteras del menú degustación. Durante décadas, los restaurantes han negado la posibilidad de compartir un menú y, para frustración de los clientes y alivio de los cocineros, comandado que toda la mesa pida menús (o menúes, como les dicen los correctores de estilo) degustación. Es una incoherencia que no se les ha escapado a los cocineros de Amaranta. Su propuesta es un menú degustación específicamente pensado para resolver esos dos problemas. Nadie podría o querría comérselo solo porque viene servido en porciones vastísimas, de mal del puerco sí o sí. Compartir no sólo está bien visto: es casi un mandato. No pedirlo para toda la mesa sería una contradicción hasta biológica. Ésta es la gran comilona.

La gran comilona comienza con un par de tortas de queso de puerco. (Todos los comensales de Amaranta reciben estas tortas, pidan o no el menú degustación.) Son teleritas del tamaño de un pulgar que no anticipan lo destrampado del resto del menú pero sí su sabio equilibrio. Son grasosas pero ácidas, breves pero satisfactorias, juguetonas pero claramente deliberadas. El chef Pablo Salas y el resto de los cocineros de Amaranta tienen claro el punto: ese lugarcito siempre en fuga donde coinciden todos los elementos de un plato por unos instantes. Después vienen dos entradas: unas coles de bruselas en salsa de chile puya y un pico de gallo “estilo Ixtapan de la Sal”. Las coles son una lucha de ahumados y tostados: hay pepita y ajonjolí, miel de maguey, las coles mismas han sido ahumadas. Es un plato reconfortante y al mismo tiempo de exteriores. El pico de gallo es una fiesta: tiene jícama, manzana y manzano, durazno, queso cotija rallado como una nubecita de desmadre, yerbas, polvo de chiles; su vinagreta de piña es dulce y ácida como la chingada, como nos gustan las cosas. La boca como que se deshace y, desesperada, quiere seguir mordiendo. Además viene con chicharrón y huaraches. Nosotros no podíamos parar de comerlo. Ixtapan de la Sal debe ser el lugar más feliz del mundo, como la Tijuana de Krusty el Payaso o la Tierra del Chocolate de Homero. (Perdón por la referencia de tío, millennials. Ya pónganse a ver capítulos viejos de Los Simpson.)

Hay que apaciguarse de alguna manera. La vez que yo fui, después del pico y las coles, hubo un chorizo toluqueño con dátiles. Su potencia era la dulzura: redondeces de ella luchan por ganar espacio en la boca. El chorizo viene sobre un puré de camote que como que abraza, como que engulle incluso. (Le pregunté a Pablo por ese puré y me contestó en un mensajito: “el puré de camote viene de los camotes callejeros con lechera gracias”. Gracias indeed.) Luego hay una sopa de hongos que remite ineludiblemente a La Marquesa. Roja, picosita, lluviosa. No hay que comerla con cuchara: hay que potarla como una bebida antigua y ritual.

Después: dos platones. Una trucha salmonada de Texcatitlán y un cordero de Capulhuac. (Tan sabroso que es el Estado de México, tan tremenda la amenaza de Del Mazo. No lo vayas a dejar ganar, San Pascualito.) La trucha viene zarandeada en un adobo rojizo y proverbial, no picante pero con notas de chiles al calce, con un unto aromático de aceite de coco. La combinación es sutil pero sorprendente, como uno de esos detalles hitchockianos de los que te das cuenta algunas horas después de la película. (Hitchcock los llamó “icebox moments”: momentos que se te revelan cuando estás decidiendo qué llevarte a la boca, mirando el contenido de tu refrigerador. Otros los llaman fridge logic.) Un sabio mesero nos dijo que pidiéramos tortillas rojas, aguacate y sal de Colima. Hay que hacerle caso. El cordero no dice ser barbacoa pero no puede negar la cruz de su parroquia: es jugoso, oloroso, respondón, no coqueto sino pasadito de lanza.

¿Ya se llenaron? El menú degustación de Amaranta tiene dos postres: una piña rostizada de la que no puedo hablar y un helado de aguacate del que sí. (Creo que me perdí la piña en la vida real o en la memoria distraído por un extra de jamón ibérico irresistible.) El helado es un coloquio de puros verdes: verde crujiente en un crumble de pistache, verde mullido en una esponja de matcha, verde líquido en una salsa de chícharos. Les dije que esto era la gran comilona.

Amaranta. Francisco Murguía 402, Universidad, Toluca; 722 280 8265. Precios. La última vez que estuve ahí no pagué pero el menú degustación cuesta 1340 por persona, ya con un montón de vinos. Pónganle más 15% de propina: 1541.

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