La sazón es elusiva y misteriosa como un gato. Está yéndose siempre, desconfiada de quienes dicen ser sus dueños. Como un gato, en realidad no tiene dueños. Tiene buena sazón, decimos de algunas cocineras, pero decimos mal: la sazón le sucede o se apropia de alguien, pero no le pertenece. Tiene que ver con el tiempo: la sazón del campo es el momento justo de plantar algo –ni antes ni después. La sazón, dice el de Autoridades (1739), es ‘el punto, ò madurez de las cosas, ò el estado de perfección en su línea’: maturitas, perfectus status rerum. La sazón tiene que ver con la ocasión, con la coyuntura, con la oportunidad. Es un suceso. Es el sabor de las cosas (sapor, gustus), pero si es el sabor de las cosas lo es también como un hecho temporal, cronológico. Es la culminación de un viaje de ciertos elementos –los elementos que constituyen el sabor de algo, digamos de un mole de Xico–; viajan por separado pero en líneas convergentes, y el punto exacto en el tiempo en que se unen todos ellos, si ninguno llega antes y se va, la convergencia, la coyuntura: esa es la sazón.

Tomemos por ejemplo el viaje de los elementos en Las Mayoras. La carta de este restaurante en la San Miguel Chapultepec podría leerse como una cartografía o como una bitácora de un trayecto mexicano: hay tacos de Baja California, mochomos sinaloenses, mole de olla con chilcuague que, al parecer, proviene de Hidalgo; hay olla podrida michoacana, hay esos camarones al coco que sirven en Campeche. Es un viaje ligeramente enciclopédico –si se me permite el oxímoron–; y sería también un poco irrelevante si no fuera por el viaje que realizan los elementos de cada plato y que suele culminar en una brillante coyuntura.

Algo tan aparentemente sencillo y de todos los días como una ensaladita de nopales y habas, más o menos milpera, viene ascendida por una acidez jaladora, por una serie picos que despiertan el interior de los cachetes. La sopa de tortilla que está en todas las fondas en Las Mayoras viene ligeramente reconfigurada. En la sopa de tortilla nuestra de cada día el caldo –el lienzo– suele ser de guajillo y el detalle –la pinceleada– de pasilla frito en tiritas; en Las Mayoras el equilibrio se desarma: el lienzo es de pasilla –un caldo oscuro, ahumado, casi dulce–, y los acentos no visibles pero perceptibles, de guajillo. El mole de Xico de Las Mayoras también es un juego de elementos que se desplazan: es sólo apenas dulce, o menos que eso; es ligeramente frutal; es apenas amargo, con notas de tizne; tiene tesitura, se siente entre los dientes; tiene, sorprendentemente, acidez. Es un mole equilibrado, como si todos sus elementos hubieran convergido exactamente en un punto del tiempo y el espacio.

Imaginen una luz de bengala invertida; en ella el centro no emite caminitos de luz sino que los caminitos de luz corren hacia ese centro, pero el centro de esa luz de bengala es brillantísimo. En platos como el mole de Xico de Las Mayoras sucede esa cosa elusiva, en fuga, misteriosa. En Las Mayoras hay sazón.

Las Mayoras. Gelati 35, San Miguel Chapultepec.
Precios. La última vez que estuve ahí pedimos una ensalada de nopalitos, una sopa de tortilla, un mole de Xico, una discada, dos aguas minerales, tres copas de vino. Pagamos 580 ya con el 15 de propina.

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