He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, desnudas, histéricas, muertas de hambre, arrastrándose por las calles del alba. Las he visto decir que hay quienes recomiendan suaderos “en revistas, blogs y luego se repiten unos a otros endiosando a malos cocineros” y las he oído gritar: “quien no conoce a Dios ante cualquier barbón se hinca”. (Ese fue David Santa Cruz en Animal Gourmet, abril 19, 2016.) Las he visto desdecir del suadero de Los Cocuyos, execrar su altar, mancharlo con la sangre de los inocentes en nombre de una superioridad moral que hay que destruir, que hoy vengo yo mismo a romper, en la boca aun el sabor del suadero de Los Cocuyos, el segundo mejor restaurante de la noche del Distrito Federal.

Puedo empezar por decir que el local de Los Cocuyos es un apéndice de la cantina Los Portales de Tlaquepaque; es pequeñísimo –medirá cuatro metros cuadrados– pero no invisible. Informa wikipedia que un cocuyo (Pyrophorus noctilucus) es un bichito bioluminescente de unos tres centímetros, cuya luz nocturna sale desde el dorso –en la foto parece dos pequeños ojos/faros verdes– y el abdomen. Así como un cocuyo, Los Cocuyos iluminan la calle de Bolívar a las cuatro de la mañana, cuando la ciudad parece dormida como un perrito o un teporocho.

 

Empieza, aquí, mi desesperación de escritor. ¿Cómo transmitir a otros el volátil, el imposible de asir, carácter del suadero de Cocuyos? Este carácter es un asunto cuando menos triple: cualidad de la pieza, cocción y corte y confección. La cualidad es también triple; se trata de un suadero doubledecker: grasa, carne, grasa; carne emparedada en capas de grasa que –en parte– se derriten en el ollón y forman, junto con agua, jugos y manteca, un caldo superior. La cocción es doble: primero en esta suerte de gran caldo, a medio camino entre un braseado y un confit; después, en una plancha lateral para encrespar las orillas de la carne. De corte: el cuchillo enorme del taquero no ataca brutalmente y pulveriza la carne; entra precisamente, diagonalmente, y separa más que corta. (La confección corresponde casi enteramente al comensal: yo le pongo limón, salsa de aguacate con habanero, rábanos y un montoncito de pápalo.)

Pero el punto es lo inasible. El punto es el lugar en que coinciden temperatura, textura y sazón; es un lugar que existe durante unos minutos y después se va. Todos los platos del mundo lo tienen, es su naturaleza; pero sólo es uno. El del suadero de fritanga es: completamente cocido, jugoso, suave, apenas crocante, no altamente especiado, graso, cargado de vacunidad pero también de porcitud. El taquero de Los Cocuyos, el Jiro del suadero, sabe de una forma casi mecánica, tal vez genética, cómo se llega a ese punto; por eso está moviendo constantemente el suadero en la olla: lo coloca encima de otras carnes o lo sumerge o le da una vuelta o lo retira; a veces, cuando ya lo ha pasado a la plancha, sumerge la punta de su cuchillo en el caldo y avienta lo que alcanza a recoger hacia la plancha: un último toque de sabor, una fritura final. La primera vez que lo vi hacer eso sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré porque esta no es la historia de mis emociones sino un intento, fallido, de transmitir el carácter del suadero de Los Cocuyos.

Los Cocuyos. Bolívar 56, Centro. Precios. La última vez que estuve ahí pedí la orden estándar: un taco de suadero y uno de lengua más uno de tronco de oreja y una Fanta. Pagué 70 pesos ya con el 15% de propina.

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