La calle Regina entre Bolívar y 20 de Noviembre es una calle bipolar, extremista. Tiene sus detractores. Éstos sostienen que es una calle ruidosa, apestosa, teporocha, que se inunda bíblicamente –ai vienen las lluvias: cómprense botas de plástico de una vez–, que los fines de semana amanece como moteada de vómitos, y que es, básicamente, una larga cantina sin control. Y tiene sus defensores. Éstos, por su parte, sostienen que es bonita, paseable, amistosa, que es una extensa muestra de arte urbano, que viendo hacia el oriente como a las seis de la mañana (en verano) tiene uno de los amaneceres más naranjas de la ciudad, y que es, básicamente, una larga cantina sin control. La defensa desea mostrarle una prueba más al jurado, prueba considerada como irrefutable: el restaurante La Sirenita, que se encuentra en el número 61 de esa calle.
Hay algo enormemente conservador en La Sirenita. Pero no veamos, sólo por hoy, lo conservador como un detrimento; en este caso es una fuerza, una certeza. La Sirenita es un pequeño negocio familiar contra los destructivos embates del mundo; su carta es enemiga de la sorpresa, está plantada como un árbol, como un roble, contra la innovación. (Un árbol bien plantado mas danzante.) Nada en su menú no se ha visto en otros cien lugares, con la diferencia de que en La Sirenita, de alguna forma, todo sabe mejor. ¿Han oído hablar de sazón, de buena mano? Las mayoras de La Sirenita tienen ambas características a más no poder.


Es un asunto de sencillez y franqueza, pero no de humildad, ingenuidad y otros sustantivos similares. Piensen en las tostadas –pulpo, jaiba, almeja–, que están a medio camino entre ser ensalada y ser ceviche: los verdores y los rojos de los vegetales en tensión con las felices intensidades de los ácidos. Es un equilibrio que aquí parece facilísimo de alcanzar, pero requiere conocimiento y aventura. Requiere no tener miedo a las consecuencias de la sal y el limón. Esa misma capacidad de hacer una fuerte declaración de principios –principios de sazón– sin pestañear está en la pata de mula: almeja decididamente ácida, salada, cargada a los madrazos de umami, y más cuando –en la versión ‘a La Sirenita’– le agregan camarones; eso es como dos cielos concéntricos, uno encima de otro.
Y también es una cuestión de algo elusivo, accesible a unos cuantos: la maestría. Piensen en los arroces. Anyone can cook, sí, y un gran cocinero puede aparecer en cualquier parte, pero simplemente es muy extraño encontrar a quien conozca tan bien las posibilidades del humilde, del elemental arroz como estas cocineras. En una ocasión probé un arroz a la mexicana sobre el cual se sentaban dos grandes jalapeños rellenos de un como picadillo, como salpicón de camarón; era bravo, pero juguetón, extrañamente fresco. Otra, un arroz blanco con una franja de pulpo picado que, de nuevo, jugaba a ser ensalada. Otra, un arroz a la tumbada que era lo opuesto a la frescura: era grave, juicioso; era solemne como una canción de despedida.
Una maestría así, una sencillez así, una naturalidad así: pequeños recovecos de alegría en estos tiempos terribles para todos.

La Sirenita. Regina 61, Centro.
Precios. La última vez que estuve ahí pedí una tostada de jaiba, un arroz con pulpo, una quesadilla de camarón, un agua mineral y un descorche. Pagué 322 pesos ya con el 15 de propina.

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