Previously on Miscelánea San Juan: “El menú omakase de Kyo está pensado en movimientos como una pieza musical está pensada en movimientos”, “Play: el menú de Hiyoko se mueve como un jazz”, “el menú de Quintonil no es narrativo pero podría dividirse en algo parecido a una estructura en cuatro actos”…

Está claro que tengo un problema: tiendo a pensar en menús degustación como si fueran formas de otras artes, como si fueran música, cine, arquitectura. Peor aún: otras artes estructuradas clásicamente. Siendo generosos (conmigo), podría decirse que esos menús se han prestado a esa interpretación, casi como si pidieran esas estructuras. Son, de alguna forma, menús conservadores: clásicos. Pero de pronto aparece un menú que exige ser interpretado desde su propia arte, o al menos no ser insertado en formas clásicas, su estructura corresponde menos al orden de la narración que el movimiento del sueño o la improvisación. Ese menú es el menú degustación de Sud 777.

Puede comenzar con una tártara formada como albóndiga: inextricablemente unidas piececillas de atún y res wagyu crudas. Encima: coqueterías: chile serrano, cebolla, brote de ¿cilantro? Hay que tomarla con la mano e intentar comerla de un bocado. Es engañosa; las carnes están crudas, sí, pero hay algo ahumado en esta albondiguita: es el atún, que se disfrazó con una capa transparente de humo. Es ocurrente; de pronto el serrano o el brotecillo hacen un tilín en la boca. Así las cosas, es un plato que hay que asir con la mano y es un plato inasible. Y difícilmente olvidable.

Entonces puede aparecer un líquido en el menú. Tal vez una sopa fría de aguacate sobre la cual se ha invertido una tostada de jaiba. Puede desconcertar: es como dos platos. Es un gusto que se va adquiriendo con el paso de los minutos: hay que sopear, hay que cucharear, hay que chupar. (¿Soy yo o hay un motivo sexual en esta sopa?) O tal vez una sopa de leche cortada con un bloquecito de calabaza y, encima, un “caviar” de amaranto ahumado. Todos los bocados deberían incluir un poco de los tres elementos: ácido de leche cortada, dulzura de calabaza, humo de amaranto. (Quiero hacer como que aparece un tema de humo en este menú pero voy a resistirme.) Es un plato que está en movimiento: va en varias direcciones. No se detiene.

Luego hay un pico o un intermedio o un entresijo. Puede ser un plato que en la hoja del menú está enunciado así: ‘Ejotes, uva blanca, vinagre de uva’. (En el papel el menú de Sud 777 es exasperantemente parco.) Tiene también salicornia, esa plantita que es puro mar, y eneldo, esa plantita que es puro frescor de yerbas. Alguien que tienda a una mentalidad clásica o al menos clasificatoria diría: es una sopa de ejotes; o: es una ensalada de ejotes; o: es un cebiche de ejotes. Pero es todo eso, y no importa porque en la lógica del sueño o en la improvisación nada necesita ser una sola cosa. 

Entonces puede aparecer un pescado envuelto en hoja santa y asado a las brasas equilibrado en paralelo con un guacamole con salicornia: un guacamole marino para picar el terroso envoltorio de la hoja santa; o puede aparecer un frijol con puerco, y ser reconfortante en más de un sentido: por el mero apapacho de la grasa del lechón y la redondez de los frijoles (confirmadas de alguna forma con el contrapunto de unas laminitas de rábano) y porque por fin puede uno emerger del sueño hacia una tierra familiar. Frijol con puerco es género y género es clasicismo y clasicismo es un lugar seguro, un lugar donde la mente puede sentirse en calma. Las cosas son lo que son –“frijol con puerco es frijol con puerco” me repito en esa semivigilia– y nosotros no pendemos de un precipicio de ideas menos inteligibles y más inteligentes que nosotros.

Ya no pude hablar de los postres. Qué bueno, porque eso hubiera sido volver al sueño de los senderos que se bifurcan.

Sud 777. Boulevard de la Luz 777, Pedregal; T 5568 4777. Precios. El menú degustación cuesta 600 pesos, el maridaje 400, agréguenle el 15 de propina: 1150 pesos. Nada mal, gente. Nada mal.

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