“Si yo te olvidare, oh Jerusalén...”, reza una plegaria en el judaísmo, “que mi diestra se olvide de mí, que mi lengua se pegue a mi paladar, si de ti no me acordare”. Jerusalén es el sitio hacia el que todos los judíos, estén donde estén, dirigen sus rezos todos los días desde hace miles de años. La cuestión es que esa misma ciudad es aquella desde donde, según la tradición islámica, Mahoma se elevó al cielo y en donde se encuentran dos de las mezquitas más importantes para esa religión. También es el sitio donde Jesús fue crucificado, donde, para el cristianismo, resucitó, y donde se halla el Santo Sepulcro. Es decir, la relevancia religiosa y simbólica de esa ciudad es difícil de poner en palabras; de ahí las pasiones que este tema puede desatar. Eso explica también el que una parte del liderazgo israelí en 1949 se opusiera a trasladar la capital del estado judío de Tel Aviv hacia esa ciudad, prevista por la ONU para ser gobernada bajo un régimen internacional especial. Ya desde entonces se comprendían las delicadas implicaciones de ese paso. A pesar de ello, la moción se aprobó, y en 1950 se publicaba la ley que convertía a Jerusalén en capital de Israel. Lo que no ocurrió fue el reconocimiento de la nueva capital por parte de la mayor parte de la comunidad internacional, ni siquiera del gran aliado israelí, Estados Unidos, pues además de lo religioso, las aspiraciones de un estado palestino incluían desde entonces, a esa misma ciudad o, al menos, a una sección de ésta como su capital. Lo anunciado por Trump ayer, entonces, no modifica en lo esencial aquella vieja decisión de Israel o la actividad política, legislativa y jurídica que tiene lugar ahí desde hace décadas. El impacto de la decisión se ubica, en cambio, en la política exterior de EU con respecto a su aliado y con respecto a Medio Oriente, en la dinámica diplomática regional, en el proceso de paz palestino-israelí, y en las expresiones violentas que se pudieran detonar a partir de todo ello.

En efecto, a pesar de que Israel es uno de sus máximos aliados en Medio Oriente, Washington nunca reconoció oficialmente a Jerusalén como capital de ese país. Había, sí, un acta del Congreso, aprobaba en 1995, la cual pedía que la embajada estadounidense se trasladase a Jerusalén antes de 1999. Sin embargo, esa aprobación ocurrió en el marco del proceso de paz de los noventa, apenas unos días antes de que el primer ministro israelí, Rabin, uno de los arquitectos de esas negociaciones, fuese asesinado, y antes de que se detonaran nuevas olas de violencia que dieron al traste con todo aquél proceso. Ya desde 1999 fue claro para todos los presidentes que ocuparon la Casa Blanca que otorgar reconocimiento a Jerusalén como capital israelí solo abonaría a la inestabilidad e inflamaría a otros aliados estadounidenses en la región. Lo que debería ocurrir, en la visión de Washington, era un esquema integral de negociaciones que culminara con la definición del estatus de esa ciudad para ambos estados, el israelí y el palestino.

Por consiguiente, la implicación mayor de la decisión de Trump se relaciona mucho menos con una realidad que de facto ya existe (Jerusalén funciona como capital de Israel desde hace décadas y en eso no hay cambio alguno), y mucho más con la posición estadounidense con respecto a Israel, y con respecto a las negociaciones palestino-israelíes. Evidentemente, nos encontramos ante un golpe de graves consecuencias, si no es que mortal (cuando menos bajo esta administración), a eso que Trump había denominado “la madre de todos los acuerdos”: la paz entre esos dos pueblos, ese acuerdo que nadie había podido lograr pero que Trump, con sus tan presumidas capacidades negociadoras, iba a conseguir. Washington pierde credibilidad como mediador y la amenaza palestina de cortar lazos con la Casa Blanca seguramente se materializará, al menos en lo inmediato.

Por otro lado, Trump cumple los peores temores de varios aliados regionales, de quienes depende en buena medida su política para toda la zona, y quienes suplicaron al presidente no proceder con este movimiento. Países como Arabia Saudita, Jordania o Egipto, se ven obligados a adoptar una postura clara en contra de esta decisión, y, por lo pronto, tendrán que evaluar las consecuencias de exhibir su cercanía con esta administración. Obviamente hay muchos otros factores en juego (como la rivalidad saudí con Irán), y estos aliados tendrán que balancear sus respuestas contra Washington, pero su sensación es que no había necesidad alguna de colocarlos en esta posición. Además, están las consecuencias que el tema puede acarrear en las relaciones entre Israel y sus vecinos como Egipto o Jordania, o bien, con una Turquía que amenazó con cortar relaciones diplomáticas con el estado judío si es que Washington se decidía a trasladar su embajada a Jerusalén.

Y luego, por si fuera poco, se asoma la ola de violencia que la declaración de Trump podría desatar. En los próximos días veremos gran cantidad de manifestaciones, principalmente en Palestina. Algunas de estas podrían tornarse violentas, y podríamos presenciar el inicio de nuevas espirales como las ocurridas en el pasado. Tampoco debe descartarse algún intento por parte de extremistas de cometer atentados contra civiles o diplomáticos en Israel o en otras partes del mundo, reivindicando la “venganza” de esta decisión.

Es por esta serie de factores que durante los últimos días hubo una movilización diplomática de pocos precedentes para tratar de impedir que Trump tomara esta decisión. Desde el rey saudí hasta el rey jordano. Desde Angela Merkel hasta Macron. Incluso un grupo de exembajadores israelíes ante Washington rogaban al presidente no proceder con esta medida.

La pregunta entonces es, ¿qué necesidad tenía Trump de detonar esta serie de dinámicas? Algunas posibles explicaciones: (1) El paso de mover la embajada de Tel Aviv a Jerusalén fue un compromiso de campaña tanto ante sectores evangélicos como ante una fracción de la comunidad judía en EU (la cual por cierto se encuentra fuertemente dividida en esta cuestión; varios grupos de dicha comunidad judía han expresado desde preocupación hasta severas críticas contra el presidente). Trump había prometido que, a diferencia de Obama, él se iba a mostrar mucho más cercano a Israel, en particular a Netanyahu, a quien ofreció su respaldo en este y otros asuntos. El traslado de la embajada sería su señal de solidaridad. No obstante, una de las primeras decisiones que tomó la administración desde enero, fue postergar esta medida, muy probablemente para evaluar las posibilidades reales con que contaba un relanzamiento del proceso de paz palestino-israelí, lo que nos lleva al siguiente punto; (2) Es altamente probable que la administración no estaba percibiendo avance alguno en las posibilidades de reiniciar dichas negociaciones, y que por tanto, su cálculo político fue que, al cumplir con esta promesa de campaña, no se estaba perdiendo mucho en lo externo, y en cambio, se ganaba mucho en lo interno; (3) El equipo de Trump podría también estar calculando que los países árabes que se sienten agraviados, eventualmente tendrán que mantener su cercanía con la Casa Blanca por otro tipo de intereses que les son prioritarios; y por último (4) Es probable que la ola de violencia que se espera, ya haya sido debidamente prevista y que las respuestas que se van a implementar estén siendo consideradas con suficiente anticipación como para minimizar sus consecuencias. Esto último es, sin embargo, lo que más fácil se puede salir de control de todas las partes.

Con todo, es imposible dejar de considerar las implicaciones que el carácter, discurso y decisiones de Donald Trump, decisiones a veces erráticas, otras veces difíciles de entender, están ocasionando en muy distintas partes del globo, en este caso, al desbalancear un estatus quo que llevaba décadas de existir. Hoy Trump no solo comanda su Twitter. También comanda la máxima potencia del planeta.

Twitter: @maurimm

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